Terminados los previsibles fastos de vuestro décimo aniversario, diez años, dos hijos y una hipoteca a veinticinco, tú simulabas dormir mientras él leía libros robados a vuestros hijos, cuentos infantiles que, vete a saber fruto de qué trauma, eran los únicos que anticipaban su sueño. Con los niños ya dormidos la casa estaba en silencio y tú, como cada noche, afinabas el oído como una perra vieja para pasar revista a la calma del hogar, aislando cada sonido y revisando sus matices. Él ya había comido manzanas envenenadas de su libro cuando de repente, la colección habitual de sonidos nocturnos, remotos y anestesiantes, dejó sitio a un nuevo registro, perturbador y desde aquella noche, habitual. En el centro de la habitación, jurarías que entre los dos, escuchaste nítidos los gritos de vuestros miedos.
Para Aitor, siempre agudo.
Para Aitor, siempre agudo.
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