25 octubre 2005

NONADAS #6

(Un quirófano. Un móvil sonando)


-¿Sí?

-¡Hola Manolo! Soy yo, Rubén, ¿qué tal estás?

-Rubén, qué sorpresa hombre, pues nada, aquí en quirófano…

-¿En quirófano?

-Sí, aquí estoy con unos señores, operándome.

-Vaya, entonces será mejor que te llame en otro momento ¿no?

-No te preocupes, hombre, si no es nada, creo que ya están terminando…

-¿Y de qué te están operando? ¿Un quiste?

-No, qué va, macho, un triple bypass coronario. Ya sabes, el tabaco…

-Joder, es que fumas mucho, Manolo, mira que te lo he dicho veces…

-Ya, jeje, bueno, el caso es que aquí estoy.

-Oye… ¿Y con anestesia local un triple bypass?

-No, hombre, no seas burro, con anestesia general, entubado y todo que estoy.

-¿Entubado? ¿Y cómo es que estás hablando conmigo por teléfono?

-Eso digo yo, qué hago yo hablando contigo por teléfono. Además, ahora que lo pienso… ¿Tú no estabas muerto, Rubén?

24 octubre 2005

MIRAR PARA VER.


Mirar a lo lejos
a veces es lo único que te permite ver de cerca.
Distinguirte a ti mismo de tus palabras y de la niebla.


Playa de Conil (Cádiz), sábado tarde.

20 octubre 2005

MARIO HURTADO Y LA FORMACIÓN AL LÍMITE.

La Escuela de Conductores de Autobuses Stopiani iba de mal en peor hasta que entraron en la empresa Mario Hurtado y su idea de la formación al límite. En los años previos al desarrollo de Sta. Eulalia, como nadie tenía coche propio, cientos de autobuses cruzaban abarrotados el país de norte a sur, y casi todos sus conductores se formaban en la academia de Beto Stopiani, que ajeno al lento despegar de la economía patria, disfrutaba de las ganancias sin pensar en el futuro. Hasta que sólo quedó de su empresa el octogenario profesor de teoría, un instructor borrachín y medio sordo, un sórdido local con cochera y dos autobuses. Ni siquiera la competencia, por pena, le intentaba arrebatar los pocos alumnos que aún tenía.

Sumido en tristes meditaciones, Beto dejaba morir al negocio entre vasos de anís y partidas de dominó con sus compañeros. Hasta que apareció Mario Hurtado, un joven licenciado que le pidió trabajo prometiéndole que no sólo salvaría su negocio, sino que además daría empleo a más gente del barrio mediante La formación al límite. Una transgresora idea que expuso con cartulinas a la plantilla entre las carcajadas del instructor, la siesta del profesor de teoría y la resignación de Beto Stopiani, que pensó que a fin de cuentas, si el negocio se iba a pique, por lo menos que fuera con savia nueva. Como el joven licenciado aceptó no cobrar los primeros meses, quedó contratado de inmediato. Y con él medio barrio, al que se le prometió pagar el sueldo y los atrasos en cuanto se consiguiese hacer resurgir a la Escuela.

Pero no hizo falta esperar demasiado para poder poner al corriente las deudas de la empresa. De hecho, a los tres meses ya todos los empleados cobraban regularmente sus salarios y al año, era tanta la demanda que Beto se tuvo que plantear seriamente comprar más autobuses y contratar más personal. La formación al límite no sólo le permitió disfrutar a él y sus compañeros de una vejez sin excesos pero con holgura, sino que además permitió a mucha gente del barrio salir de la exclusión laboral. La Escuela de Conductores de Autobuses Stopiani es la envidia del país porque en ninguna otra uno aprende a conducir con pasajeros de verdad: Una gorda antipática que te pide hojas de reclamaciones a cada mínimo fallo, un ciego que se tropieza continuamente y que además escupe en el suelo, dos pequeños salvajes, un borracho, un abuelo que se queda dormido al final del trayecto… En definitiva, en ningún otro centro se puede aprender, además de a conducir, a tener paciencia y don de gentes.

Mario Hurtado, aquel joven licenciado que salvó el negocio con su revolucionaria idea, desapareció un día sin despedirse de nadie. Y lo más extraño, cuando Beto lo buscó desesperadamente, comprobó que no figuraba nadie con tal nombre ni en la Universidad de Sta. Eulalia ni en ningún otro censo del país.

16 octubre 2005

NONADAS #5

(dormitorio, cuatro de la mañana, alarido más súbito despertar ante la visión de un hombre a los pies de la cama).


- ¿Quién coño es usted? ¿Qué hace en mi cuarto?

- ¿Y usted quién es? ¿Qué hace usted en mi cama?

- ¡Ésta es mi cama!

-Disculpe, es la mía, estoy seguro. Debo estar soñando que usted está en mi cama. ¡Lárguese! ¡Tengo sueño!

- ¿Pero cómo va usted a estar soñando? Seré yo en todo caso, que para eso soy el que está acostado en ella, ¿no? . ¡Váyase inmediatamente!

-No, no, está usted equivocado… Observe la mesilla de noche, por favor.

-¿Qué le pasa a mi mesilla?

-Que la foto que tiene usted ahí es la mía…

-(extrañado) Debe ser parte del sueño… Por favor, mañana tengo que levantarme temprano… Váyase…

-No, no, soy yo el que tiene que madrugar y usted el que se tiene que ir. A ver, ¿Dónde compró usted la mesilla? ¿Tiene el ticket de compra?

-(agobiado) Mmm, no lo recuerdo, debió ser algún regalo, o quizás no…

-(yéndose al salón y volviendo con una factura) Mire, pues yo sí la tengo, me acuerdo perfectamente de dónde la compré y además, está usted vestido de traje y corbata. ¿No sé da cuenta que no es lógico estar acostado de esa guisa?

-(horrorizado) Pues no es nada lógico, la verdad… Dios mío… ¿Entonces soy yo su sueño? Pero si yo estaba acostado, yo…

-Nada, lo siento mucho, pero ya ha visto que no existe, se tiene que marchar…

-(confundido y atemorizado) ¿Y qué hago yo ahora? ¿Adónde voy? Hace frío…

-No tengo ni idea, pero no puedo perder más tiempo, tengo que dormir…. Ah, y cierre la puerta bien al salir.

Imagen original: Google images.

13 octubre 2005

MORIR, NACER, VIVIR.

Fallecí a los ochenta años en la localidad costera de Villasís, donde me retiré con mi hija Irene cinco años antes, al fallecer mi esposa Paula. Me había jubilado de gerente del Departamento de Investigación de Legajos de la Biblioteca Central de Ríos de Santa Eulalia, donde había conseguido la plaza tras acabar mis estudios de Historia Medieval. Un trabajo lo suficientemente tranquilo y de jornada flexible que me permitió atender con esmero a mi familia y a mi pequeño huerto, mis dos pasiones aparte de los libros. Pasaba las tardes con un ojo en las gardenias y otro en Irene, que al contrario que las primeras, iba menguando en inteligencia y tamaño, perdiendo agilidad física y mental, apartándose de nuestro mundo sin remedio. Hasta que un buen día nació tras nueve meses de agonía, dejó de llamarse Irene y nos sumió a mí y a mi antes esposa, ahora novia Paula en la más absoluta desolación… Tuvimos un noviazgo triste que fue perdiendo intensidad y caricias. Y como las desgracias nunca vienen solas, un día en la Universidad Nacional mi amor desapareció entre los desconocidos del campus, y me encontré solo en la capital, olvidando mis estudios. Al poco de ocurrir esto la única opción posible fue volver a Rubias, mi pueblo, con mis padres, a cursar bachillerato. Sin Historia Medieval, sin sus libros, sin flores como Irene y Paula sólo me quedaron la agilidad y las gamberradas en una pequeña clase junto a mis viejos amigos, jóvenes a punto de ser niños como yo. Con ellos paso mis últimas tardes soleadas en el río o en los pinares, mientras desmembramos el uso de razón, mientras nuestras charlas se diluyen y nuestros juegos se simplifican y empobrecen.

Concluye mi camino en este pueblo de montaña, hecho para la infancia y sus desdichas de pañal, biberón y babas. Su capilla, la fuente en la pequeña plaza, mi madre y sus gachas, mi padre y sus cuentos al calor del fuego, son las últimas pertenencias que me quedan en espera del fatal nacimiento. Un alumbramiento que llegará cuando menos lo esperemos todos, tras haber perdido mi vida y mi nombre, todo aquello que un día fui.
Mis agradecimientos a E. y A.

11 octubre 2005

ÉXODO

Intentamos a duras penas retirar cadáveres de las orillas con excavadoras y grúas hidráulicas mientras, en el otro lado del estrecho, hace días que los servicios de rescate marítimo y el ejército han preferido posponer la limpieza del mar al reforzamiento de las barreras que delimitan la frontera. Una tarea que se antoja inútil ante la noticia de que, al menos un millón de hombres, mujeres y niños, organizados y decididos al objetivo de llegar a Europa, llevan semanas cruzando el Sáhara y se encuentran ya a unos pocos cientos de kilómetros de Ceuta.

Hace días que a este lado del estrecho tampoco damos abasto. Somos ya efectivos de cinco países los que tratamos de desalojar el mar de restos humanos nauseabundos pero que no han podido ser asimilados por las corrientes y los peces. La población civil, por razones de salud pública, no puede sumarse a nuestras labores, y sólo puede permanecer horrorizada ante la visión de sus playas llenas de cadáveres que apenas si dejan navegar entre ellos a las lanchas de rescate. El tráfico marítimo está prohibido desde hace semanas por el riesgo de extender la marea humana flotante a otros países del mediterráneo, y todos nuestros esfuerzos parecen inútiles ante un fenómeno que, entre lo inexplicable y lo macabro, desborda todos los escenarios catastrofistas jamás imaginados.

Desde hace dos meses, que empezaron las apariciones masivas de restos humanos en el mar, el número de muertos no sólo no ha descendido, sino que se ha multiplicado exponencialmente. Estimamos que hemos recogido cerca del millón de cadáveres, y por cada nuevo cuerpo que consigue ser rescatado, surgen cinco más, como si existiese una capa de varios metros de profundidad de carne agolpada, una siniestra marea que al principio pensamos podía deberse a varios naufragios espectaculares de barcos con inmigrantes ilegales, pero que la mera lógica nos impone como un hecho carente de toda explicación. Parece como si intentásemos vaciar el mar con dedales o llenar un cubo de nubes, y el dolor físico, las náuseas y la depresión hacen mella en nosotros a cada golpe de mar.

En los breves descansos que nos concedemos cada cuatro horas de penoso trabajo observamos el horizonte con pánico e incredulidad. Y mientras el olor nauseabundo logra vencer a las mascarillas y los trajes de un solo uso que utilizamos para prevenir epidemias, no podemos evitar pensar que debemos estar asistiendo al cumplimiento de alguna profecía de dimensiones bíblicas. Como si este mar, incapaz de abrirse en dos como en el libro del Éxodo para permitir el paso de los millones de seres humanos hambrientos que esperan cruzarlo en busca de pan y justicia, hubiera preferido hacer salir a sus muertos para establecer un puente entre la inanición y las despensas, un fogonazo de realidad mística para este “primer” mundo ciego a la infamia durante décadas.


(Basado en una viñeta de “El Roto” de hace años)

07 octubre 2005

EL GUETO DE LOS ADANES

La vida no es fácil en el gueto de los adanes. Cada vez nos permiten a menos hombres salir de él para ir a nuestros trabajos, y la pobre economía interna que surgió a raíz de nuestro confinamiento se tambalea por la escasa afluencia de alimentos y materias primas. Vivimos hasta doce hombres en cada vivienda y éstas, construidas por módulos prefabricados de ínfima calidad, van poco a poco deteriorándose por las lluvias y la falta de una higiene que se hace difícil con el racionamiento de agua y electricidad. A veces nos reunimos en uno de los yermos solares que se extienden entre los bloques y el resto de la ciudad y, al calor de las hogueras, intentamos analizar como si todo fuera un juego qué nos ha conducido a esta situación. Sin duda, son hechos que determinarán cambios irreversibles en la evolución humana, aunque hace no tantos años nos parecieron tan sólo descubrimientos curiosos y movimientos ideológicos perecederos, cosas sin demasiada importancia para ver en los últimos cinco minutos de las noticias.

Estamos de acuerdo en que uno de estos hechos cruciales se produjo con las conclusiones de la Bioquímico Dra. Frances Viladrau. Tras años de investigación, consiguió demostrar empíricamente que era el calcio que portaba el espermatozoide, y no el espermatozoide en sí, el que permitía al óvulo convertirse en embrión. Nadie pudo achacárselo a ella, pero poco tiempo después, según supimos por Internet, una sociedad secreta de mujeres científicas anunció el nacimiento de la primera niña nacida de una mujer y una aportación de calcio, la primera mujer libre de herencia biológica masculina. La repulsa global que generó este hecho pareció paralizar por algún tiempo las consecuencias terribles que podían derivarse de las tesis de Viladrau, pero no pudo borrar la certeza de que el hombre, como tal, no era un agente crucial y sine-qua-non del proceso de creación de vida humana.

Otro de los hechos en los que todos coincidimos como punto de inicio del proceso de nuestra extinción es la Teoría de la Evolución Dispar de Sexos de la antropóloga Dra. Wai Gwong, que desde Tailandia refutó el edificio de barro que había construido Darwin. Tras el análisis comparativo de los restos óseos de homo sapiens machos y hembras desde los primeros ejemplares hallados hasta individuos fallecidos en el siglo XIX, la Dra. Gwong demostró una evolución desigual de ambos sexos en la que, sin duda alguna, la mujer aventajaba claramente al hombre, dotado de un ciclo evolutivo imperfecto y retardado. También aquella teoría levantó ampollas en la masculina élite científica del momento, pero en general a nadie le pareció que dichas conclusiones pudieran ser más trascendentes que la de los estudios que probaron una mayor resistencia al dolor de la mujer respecto del hombre o una mayor esperanza de vida. En definitiva, ningún hombre de a pie sobre la tierra pareció verlo más allá del sonrojo de sabernos aún más inferiores.

Y es que, evidentemente, todos estamos de acuerdo en señalar ahora que esas tesis científicas y otras que surgieron por el estilo (como la teoría feminista-revisionista de la historia de Marta Müller) no fueron sino fermento del necesario movimiento social que gesta toda revolución, el combustible que todo motor necesita para poder funcionar. Y este motor, o el primero de una serie de motores que empezaría a funcionar en nuestra contra, fue el movimiento WOMA, que con una fuerza sólo equiparable a la que supuso el marxismo en la Europa decimonónica, logró que sus tesis segregacionistas, (la principal de las cuales situaba al hombre como lastre al saludable desarrollo de las civilizaciones) calaran en todos los estratos de la sociedad. Como una ola de fuego irrefutable, pues se basaba en rotundos descubrimientos como los de Gwong, Viladrau, Müller y otras tantas autoras, no tardaron en llegar a la mayor parte de los gobiernos de Europa leyes que no sólo regularon sólidamente, sino también instauraron como lógico, sano, ético y acorde a derecho el monomaternalismo, esto es, el comienzo del fin de la pareja hombre-mujer como común amparo de la procreación, la agonía del primero como factor necesario en la historia. Pronto, junto con el descenso implacable del nacimiento de varones, los que quedábamos empezamos a ser mal vistos por innecesarios, y el engranaje jurídico, ya dominado por el orden matriarcal, comenzó a tejer una red de leyes y reglamentos conducentes a nuestra represión y confinamiento en territorios sólo para hombres, sitios donde no pudiésemos enturbiar el nuevo renacer de la humanidad.

A veces, al calor de las hogueras, los más viejos restamos importancia a nuestro destino contándonos anécdotas de cuando hombres y mujeres sosteníamos frívolas discusiones de género. Nos hace gracia recordar cómo no hace demasiado tiempo, limábamos nuestras históricas desigualdades en un sutil juego de cesiones en el que reconocimiento de la necesaria coexistencia hacía de barra de equilibrio entre el orden y el desastre. Al amparo de los ponchos y el licor de cebolla que destilamos con viejas cacerolas y tubos oxidados, tratamos de disimular el trágico fin que nos espera. Pero nadie puede negar en la soledad de su catre, mientras las goteras calan hasta la memoria, que llegará el momento en que sólo tengamos sitio en museos y zoológicos, lugares donde la nueva humanidad nos coloque donde quizás en el fondo nos corresponde desde hace siglos: Junto a otros escalones inferiores de la evolución.