21 agosto 2005

PULGAS

Escuela de St. Sophiè, Castillo de Lommenshire. 8:45 a.m. Despacho del Director.

--Sr. Hopkins, ya sabe usted que ciertos autores no están permitidos en las clases de literatura. Entiendo que a usted particularmente le encanten Auster, Lorca o Salinger, pero comprenderá que no se ajusten al concepto de educación de élite para la élite que proponemos a los padres de nuestros alumnos.

¿Sabe cuánto salta una pulga, Sr. Hopkins? Más de medio metro. Eso equivaldría a un salto humano de cuarenta y cinco metros. ¿Sería maravilloso poder saltar así, no cree? El único inconveniente es que la masa de la pulga es tan pequeña que le permite realizar y sobrevivir a ese salto, mientras que para un hombre, aun en el caso de que su masa le permitiera realizarlo, la caída posterior sería mortal de necesidad. Equivaldría a una caída libre desde un edificio de cinco plantas. La muerte, c´est fini.

De pequeño me gustaba adiestrar pulgas, ¿lo sabía?. La pulga sabe instintivamente que puede realizar esos grandiosos saltos, tiene la percepción de que no le van a producir daño alguno. Y por eso los realiza sin dudarlo. Pero, fíjese qué curioso, si usted la ubica siquiera dos semanas en un bote de cristal, los golpes con la tapa del recipiente pronto le enseñan a que debe reducir su salto para no herirse, de tal manera que, trascurrido ese tiempo, nunca jamás será capaz de recuperar su capacidad de salto. Con o sin recipiente, la pulga sólo saltará apenas unos centímetros, para siempre. Pierde su encanto, pero si fuera un ser humano evitaría al menos darse de bruces con el asfalto.

Sí, profesor Hopkins, no me mire de esa manera: Eso hacemos en esta escuela, eliminar el instinto suicida de nuestros hijos, evitar que consideren que pueden saltar más que lo de la sociedad les va a permitir. Entran en estos muros más libres, jamás discutiré eso, pero más vulnerables. No saben medir sus saltos, permítame seguir la metáfora, y muchos de ellos, Dios lo sabe, si no estuvieran en esta institución acabarían destrozados por la bohemia o la falta de practicidad ante la vida (sólo tiene que observar otros centros públicos de la comarca). Nosotros a nuestros chicos les colocamos el bote y, aunque los golpes con la tapa también nos duelen a los profesores, sabemos que cuando salgan podrán alcanzar lo que quieran dentro las normas del mundo que vivimos. Saltarán lo justo y lo necesario para una exitosa supervivencia.

Ciertos libros, profesor Hopkins, nos obstaculizan esa tarea. Le meten a los chicos ideas que son incapaces de asimilar con madurez, les hacen pensar que pueden saltar cuarenta y cinco metros y sobrevivir a la caída. Por eso le ruego no vuelva a mencionarlos en sus clases. Cíñase a la programación o, en caso contrario, tendremos que pensar seriamente en ponerle un bote a usted también, jajaja. ¿Desea un café en el refectorio? Vamos, invito yo--.

1 comentario:

ana dijo...

Que nadie, nadie, nadie nos quite las ganas de saltar. Ni siquiera el miedo a partirnos las dos piernas. Que nadie nos quite esas ganas. Muchas veces, son lo único que nos queda.