17 abril 2005

EL REFUGIO

Queda en el centro, entre la Alameda y El Pumarejo, un lugar donde los ángeles se reúnen cada día muy tarde ya en la noche, cuando acaban su trabajo en conventos y palacios, en esas horas en las que, entre campanas y humedad, el crápula y el obrero se cruzan por las calles, se miran y se sonríen.

Alardean los viejos, sentados a las puertas de sus casas apuntaladas mientras esperan el desahucio, que no hace muchos años era fácil verlos de madrugada en la alameda, sentados en los bancos, leyendo poesía mientras los galanteaban las putas, ajenas a la pureza de su origen divino. Y que otras veces, incluso, podía uno escucharlos cantar sus salves en algún callejón oscuro, con las farolas dormidas y algún vagabundo acurrucado a sus pies, durmiendo plácidamente a salvo de las pesadillas. En definitiva, aseveran los viejos, antes los ángeles deambulaban por las calles confundidos entre yonkis y novicias, entre nobles arruinados y burgueses de postín.

Pero llegaron las hordas de las bestias constructoras, de sus grúas alienantes, de sus roncas hormigoneras. Llegaron las tropas de los falsos restauradores, de los agentes de la propiedad, de los carteles de se-vende. Y los ángeles se fueron retirando de las calles y tabernas a sitios más privados, oscuros y malolientes, entregados a la decadencia de sus capillas y museos.

Ahora se reúnen en secreto a salvo del andamio y la especulación. Y sin pena ni esperanza beben ron, fuman ducados y, entre versos y lamentos, se dan al amor con cualquier americana ingenua perdida entre mapas y tópicos, ajena como tantos otros a la verdadera, a la moribunda grandeza del centro de Sevilla.

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