19 septiembre 2005

MORIR EN PAZ

Supongo que como en Pandémica y Celeste, Cuco por su lado y yo por el mío no somos más que buscadores de respuestas sobre el amor. Cuco para saber de amor, para aprenderle, está estéticamente solo, como buen decadente, y yo en cuatrocientas noches, con cuatrocientos cuerpos diferentes (porque lo dice el poema, no porque yo aspire a llegar a tanto) intento encontrar algo parecido a una explicación razonable sobre qué es el amor y sobre todo a porqué yo no lo siento nunca.

Según mi madre, yo no me enamoro nunca porque soy demasiado vago hasta para querer a alguien (gracias mamá por tus palabras de apoyo y comprensión). Cuco, por su parte, aporta su famosa teoría de los cocodrilos, por la cual yo soy un ser demasiado poco evolucionado como para distinguir a alguien que realmente merezca la pena. Julia, la última chica con la que estuve, sentencia que soy un maricón que juega con las mujeres a heterosexual, aunque como me lo dijo borracha, cabreada y llorando creo que no lo pensaba en serio del todo. El caso es que todo el mundo opina y todos tienen algo de razón, pero yo sigo sin entender qué es lo que exactamente falla en este invento.

El caso es que se me hace cuesta arriba. Me da pereza, es cierto, comprometerme a una serie de rutinas que se adquieren cuando uno tiene pareja. Sin ir más lejos, con Julia, apenas me llamó al día siguiente de liarnos para tomar café, comprendí, por un lado, que Julia necesitaba amor y, por otro, que yo no la necesitaba a ella. De ahí el numerito del sábado siguiente, y de ahí la parte de razón que le doy a Cuco... Como siempre que coincidimos Julia y yo, estaba completamente ciego, y aunque recordaba perfectamente el episodio del café, juro que no pude evitar acercarme a ella convencido de que realmente sentía algo más que frenesí. Por suerte para Julia, en cuanto me vio actuar balbuceante y verderón me mandó a la mierda irrevocablemente, no sin antes enarbolar su teoría sobre mi homosexualidad latente. En el momento me pareció una ofensa, supongo que por culpa de mi no eliminado del todo orgullo machista y homófobo, pero reconozco que la suya es una hipótesis nunca descartable del todo. Tengo que tener el corazón en un armario, pero yo sí quiero que salga, lo que no tengo es ni puta idea de cómo se abre.

No me enamoro, no sé hacerlo o nací con una deficiencia. Como le pasa a Sara, mi compañera de fuego y hielo al despertar en esa partida de cartas marcadas en las que nunca se gana nada. Como magos en prácticas, ayer repetimos como siempre los mismos rituales para ver si conseguíamos hacer salir palomas de las chisteras. Pero ni nuestras miradas, ni nuestras palabras, ni nuestros besos, ni nuestras tensas caricias en medio del agonizante quejido de la cama, pueden servir de cura a esta extraña enfermedad. Una enfermedad que no mata, pero que seguro que impide morir en paz.

Morir en paz, como dicen que mueren los que han amado mucho.



"Pandémica y Celeste", del libro "Las personas del verbo" de Jaime Gil de Biedma, Editorial Lumen, 1998.

2 comentarios:

ana dijo...

De las enfermedades se sacan las vacunas que las combaten. De esta también. y muchas veces la práctica de la magia ayuda a conseguir su perfección.
Besotes.

Beaumont dijo...

yo sostengo la teoría que la más imbécil, idiota e impresentable será la que me haga "feliz". Terrible paradoja.