Ayer me perdí a mi mismo. No me ato corto y pasa lo que pasa, al menor descuido ya no estoy conmigo y me quedo con cara de bobo, buscándome por las calles. Eso pasó ayer. Andaba caminando después del trabajo, sin pensar demasiado en el cansancio para no hacer del mismo un lastre insoportable hasta llegar a casa. Caminaba a pasos lentos, entreteniéndome mirando los escaparates y las turistas mientras yo iba a mi lado con gesto contrariado, como me pongo cuando sé que después del trabajo vamos directamente a casa, que no hay discusión que valga al respecto. Contrariado pero no resignado, con ese gesto de niño travieso cuando quiere parecer que no está ideando alguna trastada. Ahí está el verdadero problema, que no crezco. Porque mi yo no se resigna a que las cosas son como son, y que va conmigo como yo voy conmigo también, como siameses de telediario. Soy testarudo y, claro, en cuando bajo la guardia aprovecho para escaparme en silencio y sin avisar. Eso pasó ayer, que mi yo me hizo, que me hice a mi mismo, una pirula.
Cuando miré a mi lado, ya no andaba conmigo. No sé si fue mientras miraba los libros del anticuario o mientras pensaba en la cena. Quizás fuera, ahora que lo pienso, mientras aquellos dos abuelos me preguntaban por no sé cual calle perdida. El caso es que cuando me pregunté si estaba cansado de andar, si quería que nos parásemos a tomar un refresco, ya no me encontraba a mi lado, y aunque ayer no fuese la primera vez que me fugo, me asusté al no verme porque no puedo evitar temer por mí mismo. Es cierto que al final nunca me pasa nada, que muchas veces cuando no me encuentro me voy solo a casa y al rato aparezco despreocupado, hablando de cualquier cosa para evitar los lógicos reproches que me hago por no hacerme caso. Pero ayer no pude dejar de pensar que me podía haber perdido para siempre, que mi vida estricta quizás me hubiera cansado, que quizás hubiera decidido andar por caminos separados consciente de que mis vidas no pueden armarse como las piezas del tente. Me asusté al considerar la posibilidad de no insistir en buscarme, de marcharme resignado a casa y una vez allí comprobar que pasaban días, o tal vez años, sin volver a verme en el sofá leyendo o gastándome bromas, o encargando una pizza cuando ya me he preparado una ensalada. Me aterrorizó la idea de vivir en un páramo gris grés, como tanta gente en tantos sitios.
Estuve durante horas buscándome desesperado entre la muchedumbre, haciendo y deshaciendo el camino del trabajo a casa. Entrando en tiendas, en bares, recorriendo callejones y plazuelas por si acaso alguien me había visto por allí. Pero nadie sabía nada de mí, nadie me conocía ni podía siquiera reconocerme tal y como me estaba describiendo. Finalmente, aturdido, me senté en un banco de la plaza nueva, por si acaso el también me estuviese buscando. Anochecía. Las palomas huían a los tejados, la estatua del rey mutaba en sombras y yo solamente pensaba en que no podía volver a casa sin la certeza de haberme encontrado. Al rato, obnubilado con mis presagios, no reparé en que alguien se había sentado a mi lado, en que alguien me ofrecía un cigarrillo. Miré sin entusiasmo y descubrí que era yo.
No me dije nada, tampoco me pedí disculpas. Fumamos despacio sin hablarnos y emprendimos la vuelta a casa. Las palomas ya dormían en los tejados y el rey había abdicado a favor de la noche. La masa se había dispersado y las tiendas y los bares comenzaba a hacer caja entre ruidos de cerrojos y platos. A través de calles solitarias, ambos caminábamos en silencio. Yo, contando derrumbado las farolas que nos guiaban por las calles. Mi yo, inquieto ante la posibilidad de haberme perdido con mi madurez, mis estrictas reglas y mis ensaladas.