23 febrero 2007

SÁNCHEZ

En uno de mis viajes por aquel país llegué a un pueblo donde los niños no tienen nombre propio. Allí la elección de éste se considera tan importante que son ellos mismos los que lo eligen, llegada una edad y madurez apropiadas. Entretanto, sus madres les llaman pequeños, nenes, enanos o cualquier otro nombre cariñoso, común y falto de personalidad.

Algunos lo tienen claro desde muy pequeños, otros dudan hasta el último momento. Hay quienes piden consejo a sus mayores y quienes, desesperados, lo terminan eligiendo a suertes entre los cinco o seis que más les gustan. Algunos niños toman el nombre de un personaje ilustre, pero la mayoría procura buscar uno que no exista en toda la comarca. Así, no es extraño encontrar en el pueblo a alguien llamado Atanasio, Braulio, Maurilia o Lugerica.

Cuando los niños deciden que nombre quieren tener se organiza una gran fiesta en el pueblo. Por todas las calles cuelgan banderolas de colores y en la plaza principal colocan un gran cartel con el nombre elegido. La escuela y los comercios cierran y, el alcalde, ante todo el pueblo y en un solemne acto, anota públicamente la nueva denominación en el registro. De ese día en adelante, el niño ya se considera un ciudadano más.

Esta y otras curiosidades me las contó el dueño de la pensión en la que me quedé durante aquellos días. Era anciano, alto, ágil, risueño, nunca se había casado y nunca había salido de la comarca. Se llamaba Juan María, pero todos le llamaban Sánchez. Entusiasmado como estaba por la original costumbre de los nombres, no entendía porqué él prefería su apellido, pero él siempre evitó contestarme. Hasta el día en que me marché.

Aquella mañana las calles amanecieron engalanadas por una nueva ceremonia. Una tal Teresa sería la próxima chica en dejar de ser anónima, y todo el pueblo ultimaba los detalles antes de acudir al Ayuntamiento. Preparé la maleta, revisé el coche, y cuando fui a despedirme del anciano lo encontré fumando en el patio, sombrío y pensativo, dispuesto a confesarme su secreto.

Sánchez prefería su apellido porque éste no tenía género. Y es que aunque pudo elegir su nombre, aquel hombre nació, como tantos otros, dentro un cuerpo impuesto. Un mero disfraz de carne, cruel ante los espejos.

16 febrero 2007

LA LAVADORA

Llegué destrozado a casa. Ya sabes, había tenido un día horrible, de esos en los que llegas a pensar con lucidez que todo lo que hagas, incluso preparar la cena o lavarte los dientes, va a salir mal. Pese a todo consideré oportuno darme un baño antes de irme a la cama. Me sentía tan sucio por dentro que necesitaba, al menos, que mi cuerpo estuviese limpio. A fin de cuentas, pensé, si resbalaba en la bañera o se me caía la radio en el agua tampoco sería para tanto.

Total, que me desnudé, entre en el cuarto de baño y justo cuando iba a meterme en la bañera caí en la cuenta de que el termo no estaba encendido... En circunstancias normales hubiera considerado aquel hecho parte de la secuencia lógica del día que llevaba, pero cuando asocié el agua fría a la hora a la que llegas a casa, y la hora que era a que te habías ido de viaje... No exagero, estuve a punto de bañarme con agua fría. La rotundidad de saberme solo durante toda la semana me golpeó en las sienes. Llevamos dos meses viviendo juntos y ya me tienes mal acostumbrado. Cuando llego a casa ya estás duchada, el termo encendido, la música sonando y sí, lo dos estamos tan cansados que casi no podemos mantenernos la mirada, pero estamos juntos... Con todo me contuve. Ni lloré ni nada.

Me fui a la cocina dispuesto a encender el termo, a hacer un último esfuerzo por dotar de normalidad a mi casa sin agua caliente y sin ti. Y en esto que veo la lavadora. Me vas a llamar loco, pero lo vi claro. Una de esas ideas que siempre te parecieron extrañas pero que de repente se te antojan sencillas y geniales. Un simple baño, aun caliente, no me hubiera proporcionado el punto y aparte que necesitaba después del día que llevaba. Y nuestra lavadora, porque insististe en ello, es grande y de carga superior. Así que ni lo dudé. Programé un lavado largo con agua caliente, encendí la radio y me metí dentro.

Debes probarlo cuando vuelvas. Nuestra lavadora no tiene nada que envidiar a una de esas modernas duchas de hidromasaje. Salí limpio, suavizado, aclarado, centrifugado... Llegué incluso a pensar, ingenuo, que aquel lavado había marcado un antes y un después, que podría acostarme con una mínima sensación de tranquilidad. Pero no fue posible. Tus bragas rojas, esas bragas de hellokitty que a ti tanto te gustan, se habían lavado conmigo... Y cuando fui al baño y me miré en el espejo comprobé, asustado, que mi cuerpo entero era rojo. Que me había quedado desteñido por tu ausencia.

¿Sabes? No suelo contarte ciertas intimidades porque no me parece apropiado. Pero ya en la cama, deprimido, sólo pude hacer una cosa: Lavar a mano, entre sollozos, las manchas de tu recuerdo.

08 febrero 2007

NONADAS #12

(velatorio en el cielo por la muerte de un muerto)

-Que triste, ¿no?

-Sí, bueno...

-...Estoy consternado. No sabía que aquí también nos teníamos que morir.

-Ya... Para mí también fue una sorpresa. Pero claro, ante la falta de espacio...

-Pobre hombre, ¿verdad?. Lo conocía de vista, pero me pareció buen tipo. ¿De qué murió?

-Ya sabes, de la muerte natural del muerto...

-¿De muerte natural?. ¿Y cuál es nuestra forma natural de morir?

-De olvido, amigo mío, de olvido.

1901-2007 - RE-descanse en paz

02 febrero 2007

EL ÚLTIMO AMIGO

Llamen a su memoria al último amigo que perdieron, llámenlo de inmediato. Pero no llamen ni al traidor ni al traicionado, no llamen a quien un claro desencuentro lo alejó de sus vidas. A fin de cuentas, si se analiza con frialdad, a ese amigo nunca le perderán en el recuerdo y su amistad es, en cierto modo y por difícil que pueda suponer, recuperable. Llamen a ese otro que jugando al escondite diario se marchó en silencio sin terminar la partida. A ese que al que, sin razón aparente, los teléfonos olvidaron. Llámenlo, nómbrenlo de inmediato en su memoria.

Puede que no sea fácil, que yerren a la primera. Es probable que hayan llamado a otra persona por equivocación. A alguien que, por la urgencia de este ejercicio que les planteo, consideren que fue su amigo y en realidad nunca lo fue. Discúlpenme entonces, no lo mencioné antes, es culpa mía. Al igual que no deben llamar ni a traidores ni a traicionados, no es cuestión tampoco de llamar a conocidos o a habituales. A los primeros nos lo impone la propia vida, se conoce a tanta gente al cabo de tan pocos años que es difícil e incluso desaconsejable trabar amistad con todos. En cuanto a los segundos, los habituales, estos vienen impuestos por otros amigos. Y la amistad, salvo excepciones, no sigue secuencias lógicas de afinidad. Los amigos de mis amigos pueden ser soportables, interesantes, divertidos, entrañables. Pero raras veces alcanzan, por antigüedad, el mismo estatus de los originarios. En cualquier caso, tras mi disculpa, hay que reconocer que no es fácil encontrar a esa persona. Si hacemos una criba rigurosa de amigos y conocidos, ésta deja en pie a muy pocos y estos, afortunadamente, nunca suelen andar demasiado lejos.

No obstante, si pese a todo lo dicho ya tienen en mente al último amigo que perdieron, a ese amigo de verdad que se marchó entre el silencio de los cláxones y la luz de las chimeneas, mucho me temo que también se han equivocado. Que no han dado exactamente con la persona buscada. Les he tendido una trampa o mejor dicho, la vida nos la ha tendido a todos. Una trampa clara y concisa, en la primera línea, que seguramente algunos de ustedes no hayan podido evitar. Y es que el último amigo es el último en sentido estricto... De su marcha aún no tenemos conciencia, su muerte fraternal aún no se nos ha comunicado. Forma parte todavía de nuestro más íntimo inventario, aquel que repasamos cuando hablamos orgullosos a los demás de nuestro patrimonio de fotos y anécdotas. Pero ese amigo ya anda escondido en medio de la partida diaria. Ya forma parte del pasado de nuestras confesiones.

El último amigo perdido aún no nos viene con dolor a la memoria. Pero ya marcha, silencioso, por el limbo de las excusas.