19 enero 2007

LA SOLITARIA

Como la solitaria, que se instala en el esófago paciente, silenciosa, huésped traidora del hambre más primitivo. Engaña a los alimentos con su leve tintineo y usurpa sus nutrientes con parsimonia, sin sentimiento de culpa aunque consciente como es (por más que sea un bichejo) que ningún acto deja de tener su consecuencia. Invicta y condenada a un tiempo, la solitaria come sin resentimiento, se alarga y engorda, hunde los cimientos del organismo que la alberga. Así, inútiles y mortales, se han instalado tus frases, aquella conversación, en mi cabeza. El hambre primitivo de saber de ti me contagió. La gula del conocimiento ha sido, está siendo, mi pecado penal. Pero ya es tarde. Debí haberme conformado con picarte, con probar tus mieles como en los cócteles diplomáticos, harto y curioso, sin más deseo que el de cumplir con la obligación social de no rechazar el alimento. De haber sido así no hubieran mediado las palabras y el tiempo, cabizbajo, se hubiera marchado por los bulevares buscando historias de amor. Pero no fui prudente, y aquella noche, en el “Chicks”, no me conformé con buscar el calor de tus pechos, con aprisionar mi lengua entre tus muslos, con desbaratar tu cama y haberme marchado en silencio. Seguí allí, en tu dormitorio, sudoroso y pensativo, esperando a que amaneciese para poder preguntarte tu nombre. Pero no es él el culpable de esta situación, ni saber de dónde venías, ni a qué te dedicabas, ni a qué hora salías del conservatorio para buscarte y tomarnos algo. Ni tan siquiera saber cómo son tus padres, tus hermanos, tu casa y tu ciudad. Todos esos son datos accesorios, apenas hilos moribundos que sostienen cualquier biografía. No. De hecho, de haber construido algo sobre esos datos nada de lo que me está ocurriendo sería posible. Hubiéramos seguido acostándonos y tapeando, paseando y hablando de Satiè o de “The Bad plus”, nuestros favoritos. Hubiéramos podido incluso habernos casado, haber tenido hijos, hacernos ancianos sin más necesidad de saber del otro el nombre, los apellidos, la leve ubicación espacial y temporal de nuestro pasado menos sincero. No fui prudente, ni con tu cuerpo ni mucho menos con tu mente. Un amigo me lo dijo, tienes la peligrosa costumbre de entrar en los cuartos oscuros de quienes te rodean. Razón le sobraba. Aquella tarde cerca del Promontorio, en el café de Zouzanne, recuerdo que te vi llegar y pensé que no te conocía. Que ya habían pasado seis meses y sólo sabía de ti breves apuntes desordenados, trazos claros pero sin posibilidad de una composición con sentido. Te acosé suavemente, pero con firmeza. Mientras sonaba Paolo Conte despreocupado, fui buscando en mis palabras, una a una, las claves de apertura de tu pasado. Entre besos y risas, entre un café nauseabundo y el bourbon a palo seco, una puerta se abrió en tu mente. Y aquello que me contaste, el inventario de tu cuarto oscuro, se instaló en mi cerebro, paciente, silencioso, huésped traidor de mi vida, como la solitaria. Olvidar hasta cierto punto, es fácil. De hecho es un verbo que está sobrevalorado. Hay quien dice que perdona pero no olvida, y años después, en una de esas ironías de la química, sufre alzheimer y olvida todo menos un rechazo primitivo a quien le ofendió un día. Olvidar es fácil, lo sé y lo intento. Puede que lo consiga. Pero hay algo que se queda para siempre dentro de la mente, que como la solitaria es capaz de permanecer años aletargado hasta ser descubierto sin esperanza de resolución. Y no hay método científico para esos daños cerebrales imperceptibles. Contaba mi abuela que antiguamente a las solitarias se las sacaba del cuerpo con ayuno y leche. Dejabas al enfermo dos días sin comer y al tercero, de madrugada, colocabas un plato de leche frente a su boca abierta. Horas después, entre vómitos y sacudidas, surgía la solitaria desde la garganta, ciega y hambrienta, directa a su patíbulo. No te he vuelto a ver desde aquella tarde. No volveré a verte más si puedo evitarlo. Sé que habrás llorado y te habrás preguntado porqué escapé de tu vida, pero acaso debes saber que es tu vida la que no quiere escaparse de mi cerebro. Como el método de mi abuela, sólo me queda una esperanza. Escucho a cada hora, en silencio, el piano que tan bien tocabas esperando que un día, entre insomnio y dolores de cabeza, pueda sacarte a través de mi oído. A ti y a tu historia, huésped traidora de nuestro amor.



Gracias a Aitor, que me planteó el juego de escribir con una imágen y cincuenta minutos.
Perdón por las erratas, he querido colgarlo tal cual.

4 comentarios:

javierdebe dijo...

Pues sí, tenías razón. Ha sido muy agradable la lectura del relato. ¿Quién no alberga una solitaria de este tipo?... Muy bueno!!!

Anónimo dijo...

Tal cual... casi ná!!

Maleta

Patricia M. Domínguez dijo...

Hoy mismo empiezo el ayuno!
Ya te tengo enlazado en mi blog.
Exámenes finiquitados!!!

Vic dijo...

Demasiado fuerte esta lectura para un día como el que tengo hoy... Me mataste.
Gracias por la receta del ayuno, probaremos.