22 noviembre 2006

EL BUENO DE PABLO

Sálvame de las aguas mansas, que de las bravas ya me salvo yo

No podría decirte nada bueno de él, si acaso que hay algo divertido que impregna todos sus movimientos, una serie de acciones estereotípicas que le confieren el aire de chico vulnerable y bien parecido: La manera de fumar como si temiese quemarse los dedos, la forma de acariciar la copa voluptuosamente mientras el hielo se derrite, o ese gesto de niño acomplejado que bizquea un poco cuando se limpia las gafas cabizbajo. Salvo eso, y te lo cuento a ti porque aún no me has tachado de paranoico, no podría decirte nada bueno de Pablo, del bueno de Pablo, como todos lo llaman.

Todos piensan que le tengo manía, que mis esfuerzos por mantener con el una cordial ausencia de relaciones pueden calificarse como grosera o envidiosa, pero nunca razonada. Y probablemente no haya razón alguna para mis reservas, pero sí una intuición, un pellizco en mi interior que me dice que hay algo en él inquietante y malvado. Un hedor a ira que rezuma bajo su carácter de chico sano y carente de prejuicios. He analizado cada uno de los aspectos de su vida y ni en su trabajo, ni en su círculo de amigos, ni en su familia, ni tan siquiera con sus ex-parejas, Pablo ha tenido el más leve altibajo. Ni una amonestación, ni un divorcio, ni una pelea, ni una borrachera, ni unos celos, ni una infidelidad, nada empaña lo más mínimo su biografía. Es un encefalograma plano, un estanque lleno de nenúfares asfixiantes. Cómo decirte. Sería demasiado fácil afirmar que hay algo en su mirada que me repugna. Si así fuera muchas personas habrían captado lo que yo, y su disfraz no sería nada efectivo. Pero es mucho más sutil y, por eso, cuando lo descubres, más rotundo. La bondad de Pablo consiste en la completa asepsia de su personalidad: Su tono de voz pausado, su retirada en cualquier discusión en la que su opinión sea levemente cuestionada, su control absoluto de aquellas emociones que puedan manchar su aura. Todo él es tan poderosamente revelador y a la vez tan inerte que nadie, excepto yo, es capaz de mantener sus sospechas por mucho tiempo. Ni tan siquiera tú lo harás cuando lo conozcas, estoy completamente seguro.

Por eso te lo cuento, por si un día tienes que decirle a los demás que yo tenía miedo y que lo dije porque no hubieran querido escucharme. Sí, tengo miedo. Presiento que Pablo me observa continuamente, como si pudiera leer mis pensamientos o como si se deleitara imaginándome sufriendo de mil maneras diferentes. Lo hace en silencio, incluso mientras habla o se limpia las gafas con ese aire de vulnerabilidad tan divertido no deja de estar pendiente de cada uno de mis gestos. Sabe que yo sé su terrible secreto, y lo peor, que ninguna de las armas que ha utilizado toda su vida han surtido efecto conmigo. Primero intentó seducirme como a los demás, con sus charlas de música, sus libros, sus anécdotas históricas, su gusto por el cine de autor. Viendo que no resultaba intentó que mis amigos me considerasen un tipo hosco, resentido y amargado para que me convenciesen de mis delirios y me hicieran reconsiderar mi postura respecto a él. Pero ahora Pablo sabe que nada ha resultado, y que aunque estoy solo sigo convencido de lo que siento. No sé como será ni cuando, pero estoy seguro que tiene claro que sólo le queda una opción. Soy su enemigo, y el bueno de Pablo sólo acepta a amigos en su universo.

¿Ves? Ahora tú también piensas que soy un paranoico. Ahora tú también eres su aliado.

12 noviembre 2006

DIVAGANDO

Si la ciudad es un parque de atracciones yo debí perderte en la noria del tedio diario, en el mar de los coches locos, en las poco prácticas ralladas de mi tiovivo mental. Te debí perder aquella noche de la nube rosa, mientras comías distraída pensando en las mil maneras que había de dejarme, en el premio seguro que te esperaba, como en la piscina de patos, con una vida sin mi. Te debí perder aquella noche porque dejé que sonaran mis neuras, que como el pregonero de la muñeca chochona, mi cantinela desagradable te infectase los oídos. Probablemente fue por eso. O quizás esté sufriendo en vano y todo haya sido por puro proceso de evolución del marketing personal, ya se sabe, renovarse o morir. Yo fui tu payaso mientras te gustaron los payasos, y fui tu bufón mientras te hicieron gracia mis manías. Pero quizás un día apareció un mago con chistera, y como todo el mundo sabe, no hay chiste que pueda contra los polvos mágicos. Qué más da. A fin de cuentas yo no sabría cambiar según tu gusto, soy como esa máquina maldita que te adivina el futuro, sí, esa máquina en la que metes un euro, la mano y sólo escuchas lo que quieres oír: Soy feliz, no tengo miedo, vamos al cine lo que tú digas mi amor. Pero tú eres una niña caprichosa, no disfrutas con las carreras de camellos o con la tere y su tartana, no. Te gusta la velocidad, las curvas, y como en la montaña rusa, siempre quisiste que me subiera a tu vida sabiendo como sabes que me dan vértigo las alturas.

Qué cosas. Ahora que lo pienso, si la ciudad es como un parque de atracciones, mi piso, sin ti, debe ser lo más parecido a la casa del terror.

01 noviembre 2006

MIS TRES ABUELAS

Mi abuela Ana era una mujer morena, muy morena, de rasgos agitanados. La recuerdo casi siempre seria, aunque muchas veces se me viene a la cabeza sus risas cuando me llamaba tostaillo y a mí, no sé porqué, me molestaba tanto que me llamara así. No tengo muchas vivencias con ella, porque vivía con mi tía y murió cuando tenía yo nueve años. Pero sí se me quedó grabado algo que me contó una vez sobre una muñeca que le regalaron y que le encantó porque era tan alta como ella. Una de esas muñecas de cartón que ahora darían miedo, pero que a ella a sus ochenta y picos años se le antojaba una de las mejores cosas que le habían pasado en la vida. Jerezana, flamenca del barrio de Santiago, fue una mujer recia, sufrida, débil y a la vez llena de fuerza.

Mi abuela Mercedes era mi vecina, pero mi madre decía que su apellido y el de ella procedían originariamente de una misma familia de Jerez. Por ello, pero sobre todo porque de pequeño pasaba casi tanto tiempo en su casa como en la mía, ella era mi abuela, y su familia, mi familia. Tenía unos ojos azules impresionantes, como los de mi madre, y no había hora del día en la que mis impertinentes visitas no le alegrasen. Recuerdo de ella sus besos sonoros y su pelo blanco, y también cómo mataba a las gallinas que le traía el “tío” Federico de la granja: De un meticuloso tajo en el pescuezo. Recuerdo que me embobaba viéndola desplumar al animal, y aunque ahora me parecería una visión desagradable, lo hacía con tanta naturalidad (la propia de una vida tan diferente a la de ahora) que disfrutaba viendo aquel proceso en silencio, al calor de la cocina y de su perro mastín, waskarán.

Mi tercera abuela, mi abuela con mayúsculas, era mi abuela Trini, la que vivió en mi casa y la que prácticamente murió en mis brazos con la mente lúcida, cuando yo tenía catorce años y ella ya ochenta y ocho. Mi abuela Trini era de Baeza, estudió Magisterio y le hacía gracia de pequeño verme llorar al cantarme un tango de Gardel muy triste, el de la cieguita, que aún hoy me pone los vellos de punta. Me contaba que conoció a Machado cuando era pequeña, y que mi bisabuelo, que luchó en Cuba, dejó la isla llena de primitos míos. Siempre venía a despedirse de mi por las noches con un beso, y en los últimos años, al calor del brasero, los dos disfrutábamos cada tarde viendo a Miliki en la tele. Terca, tierna y llena de historias, ella es la culpable de muchos de mis relatos.

Yo he tenido tres abuelas porque no entendía ni entiendo de genes ni de parentescos. Tres mujeres viudas, excepcionales en lo cotidiano, que hicieron de mi infancia algo excepcionalmente memorable. Tres mujeres que ya, como tanta otra gente, no están para indicarme los caminos. Hoy me he acordado de ellas mientras veía a unas señoras mayores camino del cementerio, cargadas de cubos y fregonas, listas para limpiar concienzudamente las lápidas de los suyos. Y he tenido la necesidad de hacer lo mismo, sentarme unos minutos y limpiar, a mi manera, su recuerdo empañado por el tiempo. Dejar brillante y adornar con flores lo más profundo de mi memoria.