24 septiembre 2006

VOLVER

Son los cementerios visita obligada en nuestros viajes, porque aunque la muerte es la misma en todo el mundo y similares las formas de rendir tributo a los difuntos, muchas veces un cementerio dice más de la cultura de un país que sus calles o monumentos. Por eso, y por la notoriedad de sus moradores, reservamos parte de la tarde del jueves para el cementerio de Montparnasse.

Curiosa fue también la manera en que cada uno nos comportamos allí. Héctor, que había afrontado el viaje como un reto a su capacidad de planificación (muchas veces a costa de sufrir la ira de nuestro cansancio) echó un vistazo general al cementerio, visualizó el croquis de las tumbas más conocidas (situado oportunamente a la entrada por el Ayuntamiento) y se dispuso a encontrar el centenar de ellas lo más rápidamente posible, en parte por no demorar demasiado la visita y en parte por puro divertimento, como si jugara a un tétrico juego de pistas. Cámara de fotos en mano, corría de un lado a otro excitado, avisándonos cada vez que encontraba alguna particularmente escondida.

A mí, sin embargo, casi me seducían más las tumbas desconocidas que las de las celebridades. Lejos del espíritu casi festivo de Héctor, pero no demasiado del ludismo que permite la distancia emocional con respecto a aquellos difuntos, pasé el tiempo imaginando las vidas de muchas de aquellas personas en base a sus lápidas, intentando recrear cuál fue su mundo y también, con cierta pena, cuál la persistencia de su memoria en el tiempo a través del estado de conservación de sus mausoleos. Si por algo me pareció especialmente bello Montparnasse fue porque algunas tumbas conservan junto a la lápida guitarras o juguetes, signos físicos de que una vez hubo allí vida. Nadie muere mientras se le recuerde, pensé, y me descubrí rezando en un par de ocasiones.

Ni Héctor ni yo, sin embargo, vivimos tan intensamente aquella tarde como tú. Y es ahora, semanas después de aquello, cuando comprendo que visitar el cementerio fue la gota que colmó el vaso de un viaje que hiciste sabiendo que no era el momento. Pasaste la tarde sentado en la entrada, mirando el amasijo de mármol sin apenas prestar atención a las llamadas de Héctor. Y después, mientras tomábamos a sorbos lentos un café crème en un bar que nos pareció barato por el desaliñado aspecto del camarero, no paraste de repetir en voz baja que el mundo es muy grande y que tú eres muy pequeño. Entonces me pareció más fruto de la melancolía que de un pensamiento elucubrado, pero ahora que revivo cada día de aquella semana, me doy cuenta de que todo aquel tiempo estuviste peleándote contigo mismo. Y es que quizás el mundo no sea tan grande, sino que el conocimiento de uno mismo, si se mide en kilómetros, es demasiado vasto como para recorrerlo en una vida. No sé cómo no nos dimos cuenta de que estabas y no estabas.

Cuando Héctor descubrió la tumba de Cortázar, viniste y estuvimos los tres leyendo los mensajes que algunos visitantes dejan sobre su tumba escritos en billetes de metro. Breves agradecimientos y algunas frases de sus relatos eran las únicas flores que decoraban la lápida. Pero uno nos llamó la atención. Sobre un billete sin usar, alguien había escrito una hermosa frase: Para que vuelvas. Sé que se lo decía a Julio, pero ahora que te recuerdo allí ensombrecido por tus pensamientos, quiero pensar que aquel billete era para ti aún escrito por un desconocido. Un billete de metro para que un día puedas volver a Paris pensando que el mundo sigue siendo muy grande, pero que tú ya no eres tan pequeño. Quizás entonces vuelvas a ver a Julio, pero esta vez paseando por el bulevard.

11 septiembre 2006

ELOGIO DEL TURISTA

Supongo que no habrás reparado en mí, aunque las mujeres siempre simuláis mejor todo. En cualquier caso, tú acabas de llegar y seguro que estarás recibiendo demasiada información como para captar que te estoy estudiando. Eres Alemana, y por tanto te pido disculpas porque lo primero que he hecho al ver tu diccionario es imaginarte con un uniforme de la segunda guerra mundial. Es mitad prejuicio y mitad fetichismo puro, lo confieso. Pero en mi descargo, seguro tú te imaginabas a los españoles con el de campesino recién llegado a Frankfurt en los setenta, así que en cuestión de ideas absurdas estamos empatados.

Debes tener veintidós años. De tener menos no estarías sola en este tren y, de tener más, te acompañaría un Hans de metro noventa, deportista y con nociones de español. Tienes suerte de saber que estás haciendo lo que sólo se puede hacer durante pocos años en la vida. Viajar solo y por placer. A mí no me gusta viajar, o quizás sí, pero me provoca pavor la idea de tener que estar atado a una guía durante varios días. Reconozco que al final termino haciéndolo e incluso disfrutándolo, para qué mentirte, pero por asepsia procuro que quien viene conmigo tenga claro que seré un lastre, uno de esos tipos que prefiere una cerveza a ver dos monumentos de segunda.

Andas absorta viendo el paisaje, ojeando la guía de vez en cuando y haciendo y rehaciendo tu coleta rubia. Debes sentirte entre tanta gente morena extraña y preciosa, segura de gustar. Pero obvias que a mí por lo menos me resultas más atractiva por tu condición de turista que como mujer. Entiéndeme, los turistas me provocáis un sentimiento paternalista, de ternura. Dejáis por unos días vuestra cotidianidad, abandonáis vuestra piel de perro urbanita apaleado y os sumergís, con una gorra, una guía y una cámara digital, en la inocencia del que desea aprender todo como si fuera un niño. Me maravilla verlo en los demás, pero confieso que me asusta verme de esa guisa.

Supongo que tendrás una casa como cualquier otra, en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera de tu país. Unos padres como todos los padres, unos amigos que para ti serán los mejores como para mí son los míos. Puede que incluso tengas un Hans o un Otto que te esté rondando, todavía con granos de adolescente. Seguro que tendrás complejos, anhelos y frustraciones, y probablemente en tu país serás como cualquier otra joven de tu país. Pero disfruta del momento, muchacha. Aquí, en este tren, eres la guiri, y por tanto eres única, inocente y preciosa.

Cuando te vayas recordarás este primer tren recién llegada a Andalucía, los campos amarillentos, el cielo azul como un tapete, mucha gente morena con cara de pocos amigos. Y yo sin embargo te olvidaré casi por completo cuando pasen unas horas. Es curioso, lo que para ti será excepcional, para mí será otro domingo más de agosto. Porque aquí no soy ni único ni inocente, mucho menos precioso. Aquí soy tan sólo otro perro urbanita apaleado que, eso sí, disfruta como un niño coleccionando personajes.

ENGAÑO

¿Sabes? Si quieres que una gallina te ponga dos huevos al día sólo tienes que apagarle la luz del corral tras la primera puesta, esperar un rato, y encendérsela de nuevo. Creerá que ha pasado un día entero y estará preparada para poner un nuevo huevo. Como si me sorprendiera. A nosotros también nos hace lo mismo la vida, sabedora de nuestra peculiar tendencia al suicidio. Sumidos en la oscuridad, se empeña en encendernos de vez en cuando una luz para que pensemos que las malas tardes han pasado y sigamos produciendo esperanza, el verdadero motor de nuestras economías.