30 mayo 2006

UN AMIGO


Siempre quiso ser alto, delgado y bien parecido, aunque no fue hasta los doce años cuando se dio cuenta de que las madres siempre piensan que sus hijos son los más hermosos. De esta tardía percepción de la realidad aún le quedan algunos posos, y hay días en los que se ve, si no arrebatador, al menos sí bastante resultón.

Tiene facilidad para hacer reír a los demás. Debe ser una compensación de la naturaleza, o un recurso desesperado para sentirse querido. El caso es que se le da bien, y no es raro verle en cualquier reunión contando chistes, enlazando ideas disparatadas o afilando los dardos de la ironía más desencajada. Con todo, para el que le observa detenidamente, hay algo en lo que dice, o en cómo lo dice, que siempre denota una leve amargura.

Y es que apenas se intima con él, uno descubre aspectos desconcertantes de su personalidad. Su desprecio hacia sí mismo, histriónico en algunas conversaciones cara a cara, contrasta con una sensación general de que en el fondo tiene una extraña percepción de ser especial, de estar un poco por encima del resto de la gente. Sin embargo, le preocupa tanto lo que de él opinen los demás, que a veces uno podría llegar a la conclusión de que en su vida nunca ha pensado, hablado o actuado como en el fondo hubiera querido.

Y en el fondo, en otra vuelta de tuerca, siempre ha hecho lo contrario a lo que los demás esperaban de él. Es curiosa su especial afición por llevar la contraria a quienes le quieren. Pocas veces sigue el consejo de los demás, pero no porque piense que es erróneo, sino porque no hacerlo le permite no convertirse en títere de los sueños y aspiraciones de lo demás. Siendo tan dependiente de los afectos de quienes le rodean, mantiene su independencia actuando como nadie espera, y al final, como él en el fondo no quiere actuar.

Quizás de ahí venga esa leve amargura. Una pena muy superficial pero que, en según que momentos (una canción puesta a destiempo, una noche demasiado larga) aflora con contundencia. Un ser especial necesitado de que se lo recuerden, un indeciso que rechaza los empujoncitos, un chistoso que se mira al espejo y solo a veces se hace gracia. Una leve amargura que, pese a todo lo dicho, es perfectamente soportable.

Hay muchos puzzles en los que siempre una pieza es más difícil de encajar que las demás, díscolas partes que requieren mayor dedicación y que generan mayor frustración a quien intenta encajarlas. Y él es un puzzle entero de esas piezas difíciles. Piezas que sin encajar, forman sin embargo una estampa uniforme, la imagen de alguien moderadamente feliz.

18 mayo 2006

EL OJO DEL HURACÁN


Emma peinaba a tía Claire mientras que su marido, sentado en la mesa del salón, intentaba con su vieja emisora contactar una y otra vez con la estación de radio de la policía. Hacía tres días que el sol había salido, y sin embargo, la emisora de radioaficionado de Frank seguía sin recibir señal alguna del exterior. Todo parecía indicar que todavía, por muy extraño que pareciese, la granja de los Benson seguía inmersa en el ojo del huracán.

El último parte que oyeron a través de la emisora indicaba que Missie avanzaba a gran velocidad hacia el norte y se estimaba que, si un milagro no ocurría, el condado de Newsend sería alcanzado de lleno por el huracán. Frank y Emma acudieron entonces a la ciudad a comprar víveres, medicinas para la tía Claire y tablones para reforzar puertas y ventanas. Dispusieron todo para intentar paliar los daños que seguramente ocasionaría y, cuando empezaron las primeras lluvias, se prepararon resignados para soportar el primer envite del huracán, que duraría varios días.

Durante ese tiempo sobrevivieron a base de conservas, leche y sopas frías, iluminándose tan sólo con velas y rezando para que el viento no se llevase el establo con los animales dentro. Tía Claire se pasaba horas canturreando, ajena en su senilidad al paso del huracán mientras que el matrimonio, ausente, se dedicaba a leer y de cuando en cuando a revisar que no se formaban grietas ni goteras en ninguna de las habitaciones. En una tensa y a la vez tediosa calma, aquellos cinco días les parecieron años.

La mañana en que paró la tormenta, Emma pudo intuir desde la cama que la luz entraba clara por una de las rendijas de la ventana. Como las últimas noticias que escucharon indicaban que el huracán tenía un inmenso ojo de unas doscientas millas de diámetro y que tras él se extendían otras quinientas de tempestad, Frank consideró que estaban situados en el epicentro del mismo, y que por tanto, aquella calma era tan sólo una breve tregua. Sin duda el viento seguía soplando con fuerza y eso indicaba, según los cálculos de Frank, que en apenas cuatro o cinco horas tendrían que volver a encerrarse en casa.

Desayunaron rápidamente y, después de sentar a tía Claire a la entrada del porche para que le diera un poco de luz, se dispusieron a revisar cada palmo de la granja. Mientras Emma acudía a los establos para comprobar el estado de los animales (encontró tres gallinas muertas), Frank se dedicó a arreglar los destrozos que, aunque no eran irreparables, sí le supondrían algunas semanas de trabajo cuando el huracán pasase definitivamente.

Trabajaron sin descanso durante horas, mirando de vez en cuando al horizonte en busca de los primeros síntomas del fin del ojo. Quemaron a las gallinas muertas y repusieron de pienso y agua los depósitos. Colocaron plásticos nuevos sobre el motor del pozo y la segadora. Reforzaron las ventanas con nuevos tablones y planchas de metal, rellenaron el depósito de agua y llevaron a la casa las provisiones que guardaban en el cobertizo. Tan concentrados andaban en prepararse para el segundo asalto, que no repararon en que el huracán no daba signo alguno de volver hasta que tía Claire, a gritos, pidió que alguien le diera algo de comer.


Almorzaron poco, sin la ansiedad de la lluvia golpeando la casa y sin velas, pues aunque las ventanas seguían tapiadas, la puerta dejaba entrar un rotundo haz de luz. Después, mientras Emma llevaba a tía Claire a que descansase un poco, Frank cogió sus prismáticos y observó más detenidamente el horizonte. Aunque el sol todavía con timidez y el viento seguía ululando con fuerza, el cielo estaba completamente despejado. Estaba claro que sus cálculos estaban equivocados, pero por otra parte, su intuición de hombre de campo y la lógica de las predicciones le decían que el huracán no había podido desvanecerse. Intentó comunicarse por radio con alguien, pero el ruido indescifrable de las interferencias fue lo único que recibió por respuesta. Missie seguía merodeando por los alrededores.

Durmieron con el temor a despertarse entre truenos, pero al día siguiente, el sol seguía brillando incontestable y el viento seguía soplando con una fuerza a ratos moderada, pero siempre constante. Como por radio seguía siendo incapaz de comunicarse con nadie, Frank condujo su camioneta hasta la cercana carretera, esperando que algún vehículo pasase y pudiera informarle sobre qué estaba pasando. Estuvo fumando y leyendo durante al menos tres horas sentado en el capó del vehículo, pero en todo ese tiempo nada ni nadie pasó por allí. A la vuelta, contrariado, pensó en irse sólo a la ciudad, pero Emma le razonó que era muy peligroso y que tenía miedo a quedarse sola con tía Claire.

Así que pasaron el día revisando de nuevo todo y mejorando las reparaciones que habían hecho el día anterior, aunque si se trataba de prepararse para la tormenta, todo estaba ya hecho. Dejaron la radio encendida por si lograba interceptar alguna comunicación, pero salvo las retahíla de viejas canciones de tía Claire, el viento y las interferencias eran lo único que se escuchaba en la granja de los Benson. Al caer la noche, cenaron en silencio y, después de acostar a la anciana, el matrimonio se sentó preocupado en el porche a observar las estrellas como buscando alguna simbólica revelación.

El miedo al huracán dejó paso al terror de la incertidumbre. Durmieron poco y mal, deseando oír de nuevo la lluvia para entender qué estaba ocurriendo. Pero la mañana llegó con el mismo sol, el mismo viento y la misma calma en el horizonte. Ni nubes, ni lejanos truenos. Nada. Frank consideró de nuevo ir en su camioneta hasta la ciudad, pero el miedo a quedar atrapado por la tormenta dejando sola a su mujer y a la anciana se lo impedía. Quizás el huracán se hubiera desvanecido o cambiado de rumbo, pensó, pero si así fuera algún coche habría pasado ya por la carretera, y quedaba claro que nadie lo había hecho en todo ese tiempo. Además su emisora no lograba establecer contacto con la policía y, si el huracán había seguido su ruta pero su ojo era mucho más grande de lo previsto, éste ya se hubiera encontrado a la altura de la ciudad y por tanto, las comunicaciones estarían restablecidas.

¿Qué estaba ocurriendo? Frank revisaba su emisora una y otra vez, incapaz de encontrarle un sólo defecto que explicase la ausencia de noticias. Emma, por su parte, centraba toda su atención en tía Claire para apartar de su mente toda una suerte de pensamientos confusos. El azul del cielo se había vuelto tétrico, y el sol, inquietante. Sin hablar durante horas, cada habitante de la granja parecía sumirse por momentos en un extraño estado de introversión. Emma peinando la canosa cabellera de la anciana, Frank recitando como si fuese un mantra “holas” y “socorros” a través de la emisora y tía Claire, quizás a la postre la que mejor mantenía la calma en su locura, canturreando estremecedoramente “Over the rainbow”.

Los Benson lo pensaban, pero no se atrevían a decirlo. Quizás fueran ellos, y no el huracán, los que se habían desvanecido de la faz de la tierra.





La genial portada es de Javier, un socio en esto de crear. Va por ti.

09 mayo 2006

#III MEDIA DE RANCHERAS

Supongo que tienen razón, el pesimismo está culturalmente sobrevalorado. Por eso no os diré que últimamente no escribo nada porque estoy pasando una mala racha personal. Para qué. A fin de cuentas, ninguna de las dos cosas tiene demasiada importancia. Ni es la primera vez que me paso semanas sin escribir algo decente ni tampoco la primera en que me cuesta trabajo dormir tranquilo. Darle un tinte de excepcionalidad es, además de repetitivo, patético. Se me da bien dar pena a los demás, lo reconozco, pero no os creáis que no pienso que es moralmente reprobable.

Por eso no pienso andar contando qué neuras literarias me obsesionan ni tampoco qué oscuros presentimientos me rondan la cabeza. Para qué. Todos tenemos ese tipo de cuestionamientos y los míos no tendrían porqué ser más originales que los vuestros. Sé que hay gente a la que le gusta escuchar esas cosas, pero hoy no voy a dar la vara esa clase de temas. En lugar de eso, y para variar un poco, diré que si no escribo últimamente es porque mi mente está madurando un relato tan fino, tan puro, que no tiene tiempo en hacerme vivir de una forma estable ni mucho menos de idear historias menores. Algo así. O dicho con pedantería, otro de mis puntos fuertes, que me encuentro actualmente en un estado de vigilia creativa. Sí, suena bien. Me encuentro en un estado de vigilia creativa.

¿Y a qué se debe este arrebato de optimismo, señor cascarrabias? No sé, quizás se me pase mañana. Los que me conocen desde siempre saben que yo solito me hundo y me refloto con relativa facilidad, que sólo es cuestión de dejarme a mi aire. Pero estoy empezando a cansarme del proceso, sobre todo, de la verborrea del mismo. Me hundo me refloto, me hundo me refloto, me hundo me refloto. Es un coñazo hasta para el que lo cuenta. Por eso hoy os diré que me encuentro en un estado de vigilia creativa y que, por tanto, es importante que si alguien se ha preocupado por mí en estos días deje de hacerlo inmediatamente. Tiene mi permiso. Dentro de poco todo habrá pasado y los relatos y mi vida volverán a fluir como de costumbre, está claro.

Supongo que tienen razón, el pesimismo está culturalmente sobrevalorado. A fin de cuentas, las grandes revoluciones (incluso las que no sobrepasan al individuo) las llevaron a cabo personas optimistas.

Gente como yo.