21 abril 2006

II - MEDIA DE RANCHERAS

Volviendo a casa, me llamaba la atención el anuncio de un cerrajero “de urgencia”: Una persona dispuesta, día y noche, a acudir a cualquier punto de la ciudad para abrir puertas que se resisten a ceder o a cambiar cerraduras de otras que, una vez abiertas, no pueden cerrarse.

De haberlo sabido, lo hubiera llamado el domingo, de madrugada, porque no podía quedarme dormido tratando de encontrar salida al laberinto en el que, sin saber porqué, había entrado al caer la noche. No suele pasarme a menudo, pero sí más veces de las que desearía. Mi mente se equivoca de puerta y, en lugar de abrir la del descanso, abre la de la angustia, condenándome a la búsqueda infructuosa del sueño.

La puerta del descanso conduce a mi habitación, a mi cama, a mi mesilla de noche con su despertador y su libro. La otra, a un entramado de callejones muchos de ellos sin salida y otros, la mayoría, que acaban en puertas que nunca se sabe si conducen a la paz de mi dormitorio, o a nuevos callejones igual de oscuros y amenazadores.

No suele pasarme a menudo, ya lo he dicho, pero después de muchos años comienzo a adivinar algunos de los secretos de ese laberinto. Hay puertas que llevan a otras puertas como vasos comunicantes, puertas que albergan recuerdos que, misterios de la bioquímica, llevan a otros recuerdos aparentemente sin relación. Imágenes alegres que sin causa lógica están asociadas a otras inquietantes y estas, a su vez, a otras imágenes neutras. Estas puertas siempre tienen salida, aunque nunca una salida que pueda adivinarse del todo.

Luego hay puertas que no llevan a ningún sitio, que tras de sí sólo esconden o el vacío o muros de cemento que parecen querer tapiar alguna escena dantesca. Estas puertas me intrigan, aunque como no depende de mí traspasarlas, porque la inmensidad del universo se escapa a todo intento de lógica, no dejan de ser las menos peligrosas, y por tanto, las que menos perturban mi búsqueda del descanso.

Por último hay un tercer tipo de puertas y son estas las que sólo un cerrajero “de urgencia” podría ayudarme a abrir o cerrar. Las primeras, las que desearía abrir, parecen albergar pequeños tesoros, revelaciones que me ayudarían a entender mejor quién soy, a poder conciliar las distintas caras de mi personalidad. Pero o están fuertemente cerradas con cerrojos de mil tipos o, si no tienen candados, su dintel está tan deteriorado que abrirlas sin delicadeza podría derrumbar toda la estructura del laberinto. Entre estas suele encontrarse la que lleva a mi dormitorio, aunque su ubicación siempre cambia, y no por muchas veces de haberla traspasado puede saberse con certeza en qué callejón se encuentra.

Las segundas, las que una vez abiertas no se pueden cerrar sin unas manos expertas, son las de los momentos más turbios de mi vida o la de los temores más recónditos y espantosos. Son puertas ambiguas, porque aparentemente no esconden peligro alguno (de lo contrario jamás las abriría) pero que, una vez abiertas, quedan para siempre entornadas dejando escapar el aliento caliente y putrefacto de lo que contienen. Son puertas de desesperanza, de culpabilidad, de inseguridades, de odio hacia mí mismo. Son puertas que matan poco a poco, como un veneno suavemente letal, al que busca sin cesar una luz que ilumine todo ese laberinto.

Volviendo a casa me llamaba la atención el anuncio del cerrajero de “urgencia”. Me hizo gracia al recordar todas estas cosas. Si lo hubiera llamado el domingo, no quiero imaginar la cara que hubiera puesto aquel pobre hombre al conocer que las puertas que yo necesito abrir y cerrar requieren algo más que una caja de herramientas.

Puertita que yo abría // y no podía escapar // más puertas aparecían (Bulerías Turcas, Radio Tarifa)


Arcos de la Frontera, Cádiz

09 abril 2006

Ósmosis // MEDIA DE RANCHERAS

El otro día leí que las personas que conviven juntas muchos años acaban pareciéndose físicamente entre sí. Las experiencias vitales determinan las expresiones faciales y, por tanto, las alegrías y las penas vividas por una pareja a lo largo de los años hacen que sus rostros terminen pareciéndose.

No me había fijado hasta ayer. Mis padres, que llevan juntos más de treinta años, tienen similitudes que, viendo sus fotos de boda, no tenían al casarse. Ciertas líneas de expresión de mi madre aparecen hoy, por arte del tiempo, en el rostro de mi padre. Y la mirada de este, cansada por los años pero profunda, bondadosa, vive ahora en los ojos de mi madre. Mi padre a sus setenta años está más guapo que nunca y los ojos de mi madre, en su juventud más inexpresivos, son ahora absolutamente reveladores.

Dice esa teoría que las experiencias vitales determinan las expresiones faciales, que las alegrías y las penas marcan el rostro de una pareja. Pero también la admiración y el respeto mutuo, estoy seguro, deben jugar un papel importante en esa ósmosis de la que mis padres, tras toda una vida juntos, son un ejemplo de mutuo enriquecimiento.

Intento extrapolar esa teoría a todo lo que me rodea. Y dejando a un margen a las personas a las que admiro y respeto, sobre todo a Rocío, no puedo dejar de esbozar una sonrisa mientras miro la estantería de mi salón. Si las personas que conviven juntas mucho tiempo acaban pareciéndose entre sí, también puede ocurrir que un escritor pueda terminar pareciéndose a quienes, con sus palabras, lo han acompañado desde que era un niño.

Y si esa teoría es cierta, pese a los sinsabores, tengo motivos de sobra para seguir escribiendo.



(Nota: El título de esta nueva sección de textos inclasificables se la debo a Carlos y a sus continuas coñas, bajo las cuales hay una persona genial a la que conocí en un bar imaginario, el Charming, una noche en este blog. Va por ti, Cocó.)