15 marzo 2006

OFRENDA PARA UN RELATO

En estos casos, se decía Fausto para intentar calmar la angustia, la mejor actitud es tener paciencia, actuar con las palabras como los modernos padres con sus hijos: Dejarlas llorar de rabia, permitirles patalear hasta la extenuación y, cuando se hartan de hacerlo, llevarlas ordenadamente, con benevolencia pero de forma estricta, hasta el editor de textos. El problema es que las palabras no tienen padres. Que son los hombres en todo caso sus hijos y que ellas, lejos de dejarse dominar, parecen disfrutar resistiéndose a los moldes del escritor.

Son caprichosas, desconsideradas, pensaba Fausto desesperándose. Y aunque cada día elaboraba un nuevo método para sobrellevar el bloqueo creativo, lo cierto es que ninguno de ellos lograba aplacar su ansiedad. Llevaba semanas sin escribir un sólo párrafo con sentido y, por más que sus amigos le recomendaban que no se obsesionara, estos no entendían que la necesidad creativa, como la sed, o se tiene o no se tiene, y que a un hombre sediento no le sirve de nada resignarse a no poder beber en semanas o incluso meses.

Aun así, Fausto había intentado seguir el consejo de sus amigos. Había probado a no encender el ordenador durante días, a dar largos paseos escuchando música, a ir al cine, al teatro, a salir de copas hasta el amanecer. Había intentado por todos los medios olvidar que él era escritor, que una vez había conducido a las palabras a través de los laberintos de su mente. Pero hay cosas que no pueden olvidarse, aunque no se sepa bien cómo se consiguieron.

Las palabras son orgullosas, les gusta ser conscientes de su poder, se decía Fausto cada vez más lejos de la realidad. Ningún consejo había servido para nada ni nada podía consolar al pobre autor. La situación llegaba al límite de la normalidad y por eso Fausto decidió rendir culto a sus diosas, realizar una ofrenda a las palabras para que ellas, magnánimas en su soberbia todopoderosa, entendieran que él era su fiel esclavo y le otorgaran de nuevo la dicha de la creación.

Fausto cogió un cuchillo de la cocina, se dirigió al baño y allí, ante el espejo, tratando de ritualizar su propia mutilación con Pío Baroja y Julio Cortázar como testigos en forma de libro, se hizo un corte en la mejilla. Un fino hilo de sangre manó por su cara y Fausto, sobreponiéndose al dolor, murmuró: -Ya tenéis lo que querías, zorras, ahora dadme lo que os pido-.

Aquel día se pasó la mitad del tiempo escribiendo, y la otra mitad, intentando cortar la hemorragia. Había cortado donde no debía, y la herida, aunque aparentemente superficial, no dejaba de sangrar. Pero eso a Fausto no le preocupaba. Tenía siete litros y se podía permitir el lujo, tras semanas de bloqueo, de perder algo de sangre para poder terminar su relato. A las diez de la noche, débil pero satisfecho, envió el texto a sus amigos, y mientras un sueño aplastante le invadía, supo con certeza que aquel relato era el mejor que había escrito nunca.

Y lo era, porque no volvió a escribir ninguno. Las palabras son palabras, y aunque su poder es inmenso, no saben vivir sin nosotros. A tenor de cómo lo encontró la policía, muerto en un enorme charco de sangre, está claro que Fausto debería haber sido más paciente.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha encantado la frase "Aunque su poder es inmenso, no saben vivir sin nosotros".
Fausto me recuerda a un personaje obsesionado también, pero no tanto como para dar su vida por un buen relato!.
Un abrazo!

Anónimo dijo...

Hay que saber tratarlas, a las palabras, me refiero, puedes acabar preso de ellas, del mismo modo que pueden liberarte si las utilizas correctamente...

garcía argüez dijo...

otro pedazo de texto
suma y sigue, campeón!

Anónimo dijo...

Y tu, sin duda, eres escritor.

Un beso

C.F

Anónimo dijo...

Genial. Ten cuidado, o te ganarás sitio entre las citas del incendio, jeje.

Abrazo enorme.