26 marzo 2006

LOS COLUMPIOS

Mientras disfrutaba en la plaza de mi tarrina de helado de chocolate con naranja, observaba a los niños que, en el pequeño parque infantil, jugaban en el columpio. Un niño y una niña, ambos de unos seis o siete años, se entretenían mientras sus padres, desde los bancos de la plaza, charlaban de sus cosas bajo el sol de mediatarde.

El chico se columpiaba con vehemencia, dispuesto a alcanzar la máxima altura posible. Sudando, fruncía el ceño y estiraba o encogía las piernas de una forma sincronizada, buscando instintivamente realizar la mayor parábola posible. Parecía no importarle nada salvo alcanzar las ramas de los eucaliptos que envolvían la plaza.

La chica, sin embargo, no se columpiaba. Risueña, se concentraba en trenzar la cadena del columpio, girando sobre si misma con los pies apoyados en el suelo. Cuando ya no podía girar más, y las dos cadenas formaban un sólo nudo, se soltaba y, echando el cuerpo hacia atrás, dejaba entre risas que la violencia de los movimientos la sacudieran hasta marearla.

La luz daba a la plaza una atmósfera de tranquila irrealidad. Mientras mi helado se derretía y los trozos de naranja confitada flotaban en la crema de chocolate, pensé divertido que las formas de jugar revelan qué busca cada persona en la vida. Aquellos dos niños, ajenos a mis reflexiones, se me antojaron dos arquetipos de la gente que me rodea.

Muy cerca, tras la valla, otro niño los observaba muy serio mientras comía un cucurucho. Absorto, dejando derretir su helado, no mostraba interés alguno en que los columpios se quedaran libres. Al contrario, parecía que jugara a retener cada una de las pinceladas que percibían sus sentidos...

Cuando me marché del parque, pensé que aquel niño será algún día escritor.

21 marzo 2006

PIECES OF...

Menos mal que he visto esta oreja, si no, el viaje en tren sería bastante aburrido. Hacer cada día el mismo trayecto sería insoportable de no descubrir, como hoy, que una oreja excepcional viaja en mi mismo vagón.

Una oreja femenina, sin duda. Y eso que no todas las de mujer lo son necesariamente, hay orejas que son sexualmente independientes de sus propietarios, las hay incluso que son asexuadas. Pero esta es una oreja femenina y de mujer, lo sé porque aunque el asiento de delante no me deja ver nada, intuyo una coleta por encima del tapete de RENFE.

Es también una oreja de clase media, un poco encorsetada en su entorno. Podría equivocarme, pero creo que la perla que la hiere y afea es propia de la burguesía. Con todo, me alegra intuir que parece resistirse a las imposiciones porque, aunque aguanta estoicamente el aguijón que la atraviesa, leves tonos rosáceos alrededor del agujero parecen revelar que de vez en cuando la oreja protesta contra la pesada carga de los pendientes.

También es una oreja bella. No hay lunares que la ensombrezcan, ni caprichos en la curvatura del cartílago. Tampoco hay, porque de haberlo no estaría observándola, rastro alguno de cerumen o vello. No quiere decir esto que no haya orejas cuyo carácter lo determinen precisamente esas imperfecciones. Ni que dejen de ser del todo atractivas por eso. Pero esta oreja, comparándola con las del resto del vagón, la verdad, es simplemente perfecta.

Es desde luego la clásica oreja de la que cualquier hombre se enamoraría. De hecho, me ha parecido que el revisor se ha quedado mirándola con avidez mientras le picaba el billete a su dueña. Y no es que el trayecto en tren me vaya a permitir coger confianza con ella, pero me he sentido celoso, no sé, creo que nadie la querría tanto como yo.

Aunque no sé con certeza si oye o no, es la oreja ideal para susurrar palabras bonitas, incluso, para llegado el momento, susurrar ideas picantes. Lo es también para poder observar, en plena apoteosis del amor, cómo se colorea y adquiere tonos malvas. Es una oreja femenina, coqueta, pero salvaje.

Qué pena que dure tan poco el trayecto, si no, me sentaba al lado de ella. Me colocaría enfrente con cualquier excusa y, con aire desinteresado, entablaría conversación. Aunque una oreja no habla, utilizaría a su dueña como catalizadora de sus emociones. No sé si es posible, pero me gustaría pensar que, al rato de escucharme, tomaría el control de su anfitriona y hablaría por sí misma.

Y es que estoy convencido que su dueña no me interesa. Aunque sólo veo de ella la coleta que se intuye por encima del tapete de RENFE, una persona que es capaz de llevar un pendiente en una oreja tan excepcional, la verdad, no merece mi respeto. Aunque no es la única. La mayor parte de la gente se deprimiría si no tuviese oreja, pero por contra no es capaz de sentirse dichosa de tener una que roce la perfección, qué mundo éste.

Una lástima que la oreja ideal lleve pareja a una persona que seguramente no es la ideal. Así es mi vida, me enamoro siempre de partes de personas, y luego no soy capaz de asumir el conjunto. Si es guapa, porque no es inteligente, si es ambas cosas, porque tiene miopía. Si ve como un águila, porque tiene el pelo demasiado seco, si tiene una melena de valquiria, porque no le gusta la literatura. Sé que soy un poco raro, pero no me puedo enamorar del todo si detecto que existe una parte mejor por ahí suelta.

Helena con sus ojos, el pelo de Lidia, la nariz de Susana, el sarcasmo de Vanesa, la inteligencia de Silvia, la fogosidad de María y las orejas de esta desconocida, serían mi amor verdadero, aunque puede que, por más que busque, nunca encuentre a nadie que reúna una proporción aceptable de partes perfectas.

Pero por soñar, que no quede. Hago cada día el mismo trayecto, observando el mismo paisaje, camino del mismo trabajo... No estoy seguro, pero creo que en el fondo, si me gusta tanto esa oreja es porque, después de todo, ella significa que todavía quedan en mi vida grandes pequeños tesoros por descubrir.

Para Laura.

15 marzo 2006

OFRENDA PARA UN RELATO

En estos casos, se decía Fausto para intentar calmar la angustia, la mejor actitud es tener paciencia, actuar con las palabras como los modernos padres con sus hijos: Dejarlas llorar de rabia, permitirles patalear hasta la extenuación y, cuando se hartan de hacerlo, llevarlas ordenadamente, con benevolencia pero de forma estricta, hasta el editor de textos. El problema es que las palabras no tienen padres. Que son los hombres en todo caso sus hijos y que ellas, lejos de dejarse dominar, parecen disfrutar resistiéndose a los moldes del escritor.

Son caprichosas, desconsideradas, pensaba Fausto desesperándose. Y aunque cada día elaboraba un nuevo método para sobrellevar el bloqueo creativo, lo cierto es que ninguno de ellos lograba aplacar su ansiedad. Llevaba semanas sin escribir un sólo párrafo con sentido y, por más que sus amigos le recomendaban que no se obsesionara, estos no entendían que la necesidad creativa, como la sed, o se tiene o no se tiene, y que a un hombre sediento no le sirve de nada resignarse a no poder beber en semanas o incluso meses.

Aun así, Fausto había intentado seguir el consejo de sus amigos. Había probado a no encender el ordenador durante días, a dar largos paseos escuchando música, a ir al cine, al teatro, a salir de copas hasta el amanecer. Había intentado por todos los medios olvidar que él era escritor, que una vez había conducido a las palabras a través de los laberintos de su mente. Pero hay cosas que no pueden olvidarse, aunque no se sepa bien cómo se consiguieron.

Las palabras son orgullosas, les gusta ser conscientes de su poder, se decía Fausto cada vez más lejos de la realidad. Ningún consejo había servido para nada ni nada podía consolar al pobre autor. La situación llegaba al límite de la normalidad y por eso Fausto decidió rendir culto a sus diosas, realizar una ofrenda a las palabras para que ellas, magnánimas en su soberbia todopoderosa, entendieran que él era su fiel esclavo y le otorgaran de nuevo la dicha de la creación.

Fausto cogió un cuchillo de la cocina, se dirigió al baño y allí, ante el espejo, tratando de ritualizar su propia mutilación con Pío Baroja y Julio Cortázar como testigos en forma de libro, se hizo un corte en la mejilla. Un fino hilo de sangre manó por su cara y Fausto, sobreponiéndose al dolor, murmuró: -Ya tenéis lo que querías, zorras, ahora dadme lo que os pido-.

Aquel día se pasó la mitad del tiempo escribiendo, y la otra mitad, intentando cortar la hemorragia. Había cortado donde no debía, y la herida, aunque aparentemente superficial, no dejaba de sangrar. Pero eso a Fausto no le preocupaba. Tenía siete litros y se podía permitir el lujo, tras semanas de bloqueo, de perder algo de sangre para poder terminar su relato. A las diez de la noche, débil pero satisfecho, envió el texto a sus amigos, y mientras un sueño aplastante le invadía, supo con certeza que aquel relato era el mejor que había escrito nunca.

Y lo era, porque no volvió a escribir ninguno. Las palabras son palabras, y aunque su poder es inmenso, no saben vivir sin nosotros. A tenor de cómo lo encontró la policía, muerto en un enorme charco de sangre, está claro que Fausto debería haber sido más paciente.