04 enero 2006

RARA COMUNIÓN

Quedaron en el apartamento de ella a las siete. Él llevó el ron y un par de libros de poemas. Ella las velas, el incienso y los discos de Pompougnac. Dos amigos y sólo un par de reglas para conducirlos a la planeada comunión, tantas veces hablada en noches de bares y humo, fantasías que bromean entre verdades como dardos. La primera no esconder nada; por eso apenas llegó él, ambos se desnudaron y se sentaron en la alfombra verde, cómodamente pero sin tocarse, dejándose anestesiar por la música relajante y el mantra de algunos versos de Jaime Gil, aquellos que a él se le antojaron más vitales y perturbadores. La segunda norma, beber hasta no distinguir el bien del mal. Vasos anchos de ron, limón exprimido y mucho hielo que apenas descansaban entre calada y calada, entre verso y canción.

Era la primera vez que se veían desnudos desde que se conocieron, hacía ya muchos años. Nunca habían sentido una especial atracción el uno hacia el otro, pero tenían una amistad tan fuerte que ambos sabían que aquella tarde era la cima de su mutuo conocimiento. Él descubrió en ella los lunares más íntimos, los tonos más maternales. Ella el vigor de su torso, la ternura de su sexo. Y quizás entre Días de Pasanjan y Yachts llegó el momento en que descansaron los vasos y callaron los cigarros, sus manos se rebelaron y primero con la boca, después con todo el cuerpo, ambos descubrieron sonidos desconocidos, sabores primitivos y olores misteriosos. Borrachos, sin distinguir al fin la amistad del instinto, hicieron el amor de una forma lenta pero inconsciente, carente de toda afectividad anterior. Se miraron fijamente cuando llegó el orgasmo, y a través de sus pupilas penetraron en sus mentes los años de experiencia, las vivencias compartidas, los secretos revelados de tanto tiempo, de tantas tardes de café y libros.

Bebieron una última copa y fumaron un último cigarrillo, desnudos y sudorosos, recuperando poco a poco la cordura y el pudor. Conscientes de que nunca más se repetiría aquello, de que jamás lo mencionarían entre ellos o a cualquier otra persona, dejaron que sus cuerpos se enfriaran sin decir una sola palabra, porque todo estaba ya dicho. Y mientras las velas, el incienso, la poesía y la música volvían a los rincones de aquella casa, ambos se vistieron y se dijeron adiós, hasta mañana, entendiendo al fin los mejores versos del poeta.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues no sabía yo que los regalos de reyes se daban hoy, mire Vd. por donde...


C.F

Vic dijo...

Me gustó mucho, como todo lo que vengo leyendo de vos!!

Anónimo dijo...

Qué bueno eres joío.

ana dijo...

Precioso, Ángel!!

Anónimo dijo...

Hombre, hombre. Vale que la literatura es la literatura, pero... ¿cuando repetimos? Muy muy bueno por lo demás.

Anónimo dijo...

"Amor no es literatura si no se puede escribir en la piel"

(J.M Serrat)

C.F

garcía argüez dijo...

joooooo!!!!

Anónimo dijo...

si...tenía que leerlo. es un gran relato...y sobre todo porque siendo prosa tiene a la poesía cruzándola, como un ángel (o casualidad!!!)
me encantó!!!!
si...hay algo de esos etéreos estragos que tienen ciertas brevedades...que a mi también me gustan.
la brvedad de lo intenso!
un beso!
laura