31 agosto 2005

SEDUCTIVE BARRY

Estamos en un parque de Wolvie, de día, jugando al fútbol. Están Laurent, Salva, Tommy, Tyrone, Beto. Jugando con nosotros hay otros que no conozco, pero les hablo como si fueran amigos de toda la vida, me ríen las bromas, aplauden mis pases. Laura nos mira desde un árbol, sentada haciendo como la que lee sus apuntes, pero atentos a nuestros movimientos el pelo rubio y la sonrisa parca. Hay sol y, sin embargo, una brisa fría nos recuerda que nunca es del todo verano en Inglaterra, aunque nosotros sabemos estar a merced de aquel tiempo voluble y sudamos, gritamos, nos revolcamos por la hierba hasta empaparnos de barro mientras desde una megafonía invisible parece sonar Seductive Barry acompasando nuestras carreras, marcando un ritmo lento en el que a Laura le bailan las pecas y se le intuyen bajo la falda sus muslos blancos, tiernos…

...Laura, Laura, Laura, You are hardcore, you make me hard….

Me despierto excitado y solo, con frío, lejos de aquel año. Seductive Barry, la canción culpable, sigue sonando en la radio.

30 agosto 2005

GRITOS

Altísimos muros de hormigón gris manley que emergen de la hierba como si nacieran en el centro de la tierra y murieran por encima de los árboles, de las nubes esponjosas, casi a la altura de un sol que brilla y no brilla con una luz amarillo pobre. Negros de humo negro de leña sucia los tejados de terraza, como picos imposibles de escalar, como flechas señalando al cielo buscando jueces o culpables de tanto dolor y tan pronto conocido. Ventanas desproporcionadamente estrechas, como dos poros abiertos en la inmensidad de un cuerpo fuerte, violento, de boxeador enfadado, por las que apenas si los días más radiantes entra un rato de luz y se marcha luego, asfixiada de penumbra. Y una sola salida a la quejumbrosa estructura, la de la puerta marrón miedo que la separa del colegio o del supermercado u otros sitios azul claro donde hay ángeles protectores, gentes desconocidas que sin saberlo evitan el sufrimiento fuera de aquel presidio llamado casa, fuera de aquel íntimo templo maldito donde el enemigo duerme cerca y comete sus crímenes invisibles a la sociedad.


Así, sin que nadie lo advirtiera pero a gritos en silencio, es como un niño maltratado dibujó su casa en el colegio.

28 agosto 2005

COCODRILOS

Hace frío, pero claro, a quien le importa si tengo frío si al final lo que cuenta en un sábado es a quién te tiras o en qué asquerosa discoteca pachanguera caes en la cuenta de que tu vida es una mierda. Que me dejen los otros aquí estrellado lo comprendo, yo he elegido ser siniestro con todo lo que ello conlleva y ellos han elegido el universo de King África. No me sorprende y es más, me halaga poder decir estoicamente que prefiero quedarme solo bebiendo en el parque a ver el declive de la noche mientras en mis oídos retumba me gusta el chupa-chupa. Pero lo de Alberto es una puñalada por la espalda, la confirmación de que él es un puto cocodrilo y yo, Cuco, tan sólo un ser superior prematuramente situado en los albores del siglo XXI.

El mundo está lleno de cocodrilos. Personas que no tienen ni puta idea de qué coño hacen en este planeta pero instintivamente saben perfectamente cuándo cerrar la mandíbula y apresar a una pobre víctima. Alberto es de esos. Va por la vida de poetucho canalla e intelectualoide desencantado de todo y en cuanto ve a una niña guapa se convierte en el más optimista precursor del movimiento poético underground. A veces me encantaría poder grabarlo en vídeo para que entendiera lo patético que es, con toda esa mierda sobre la generación beat yanqui y sus paralelismos con El Quijote, sobre el importante papel de Internet como medio de lucha contra las editoriales tradicionales y sobre la mentira de los premios literarios en este país. Ya digo, yo contemplo la escena, con la niñita en cuestión chispeándole los ojos por el desgraciado de mi amigo (que todo hay que decirlo, me tiene camelado hasta a mí con esas chorradas) y me doy cuenta de que soy el primer espécimen del siguiente escalón evolutivo de la raza humana: Alto, Gordo y decadente de puro aburrido que soy.

Es cierto que no ayuda mucho en estos días medir lo que mido, pesar lo que peso e ir con cadenas y chinchetas, vestido de negro y con los ojos y uñas pintados. Pero si una chica se me acercara no la atontaría demostrándole que soy un ser megainteresante pero hipersensible al que merece la pena tirarse para presumir de intelectual por rozamiento. Le hablaría de cosas normales y sólo pretendería que viera algo más que la facha que llevo y a la que jamás renunciaré porque lo mío y la música es un matrimonio de los de antes. Joder, claro que Alberto es de puta madre y lo quiero más que a mi propia familia. Claro que escribe bien de verdad y además no está en la órbita del ragatton y la cocaína. Pero no le desplegaría fríamente como hace él todas mis armas de seducción para que cuando le llegara la factura a casa viera que todo ha sido, con su parte de verdad, una representación de teatro de una obra escrita hace mucho tiempo pero a la que se le cambian los personajes y el juego de luces. La dejaría que me conociera poco a poco y en fin, pudiese elegir sin campaña de marketing personal de por medio. Quizás tenga razón Alberto.-Cuco, cojones, no sabes venderte- Pero yo no quiero ser un objeto en promoción. Yo sólo quiero que me quieran. Y follar, claro. Pero lo primero que me quieran. Él no deja de ser como un anuncio de bebida energética, que te la venden con un actor que simula que la ha bebido pero que hace el papel de entripado hasta las cejas.

En resumen, hace frío y mi mejor amigo me da envidia. Mejor será irme a casa y acabar como siempre, aquí el pescado ya está vendido, cocinado, digerido y cagado. Aunque ahora que lo pienso, el mamón este debe estar con su presa por el parque. Y se le va a acabar la suerte, porque pienso ir a buscarlos para hacerme el borracho despistado y encontradizo y quedarme con ellos hasta que se aburran. Les voy a cortar todo el punto, por mis mulas. Si el Alberto es un cocodrilo, yo una mosca cojonera. Pecado venial.

26 agosto 2005

EL PRÓFUGO

Cuando Jaime vuelve al pueblo sabemos que viene por poco tiempo aunque siempre haga ademán de quedarse, aunque realice el simulacro de comenzar una nueva vida donde siempre tuvo a sus amigos y, sin embargo, nunca tuvo su sitio.

La primera vez que se marchó acabábamos de terminar la carrera. Comentó que no se iría mucho tiempo, que el pueblo le quedaba pequeño y que no le bastaban dos meses de verano trabajando en Londres o Mallorca para decir que había visto mundo. Así que mientras el resto comenzábamos a buscarnos la vida por los alrededores, él se marchó a miles de kilómetros sin más propósito que subsistir y conocer gente, estudiar más y cargar el cuaderno de historias que contarnos. La aventura duró dos años.

Esos dos años, entre carta y carta, entre fotos en otra ciudad, con otros amigos y la inevitable comparación entre nosotros y su nuevo mundo, disfrazamos su ausencia de paréntesis en el camino, de pequeño castigo que dolía mucho pero que duraría poco tiempo. Recuerdo que nos reíamos pensando que nosotros éramos los fraguels y Jaime el tío aventurero que un día volvería harto de explorar mundo. Y así nos pareció cuando apareció sin previo aviso un viernes de febrero en el bar de Paco, con la maleta llena de anécdotas y proyectos.

Pero nuestra ilusión sólo duró quince días. Pasada la semana de bienvenida, en la que nos contó sus planes de buscar trabajo, alquilar un piso y realizar aquel ansiado curso de fotografía, comenzó, primero como pensamiento en voz alta, luego con convencimiento, a decir que se había quedado con ganas de vivir en otro sitio aún más lejos, que quizás era pronto para empezar a buscar un empleo serio. Que la primera ciudad a la que había ido le había cansado, pero que tenía en mente vivir algún tiempo en otra que le apasionaba tanto como la otra le había apasionado. Y aunque nosotros intentamos convencerle de que se quedara con nosotros, de que se le estaba acabando el tiempo de explorar territorios como si fuera un universitario becado, en el fondo entendimos que quisiera vivir más aventuras, al fin y al cabo quedaba mucho mundo por ver y no teníamos derecho a imponerle nuestros propios cercos. Así que se marchó dejándonos como ya nos hemos acostumbrado, con lágrimas en los ojos, algunos discos de grupos raros y la promesa, que es más bien su esperanza, de volver de nuevo y esta vez para siempre.

De su segunda partida hace ya como seis años. Desde entonces Jaime ha vivido en ya no sabemos cuántos sitios con no sabemos cuánta gente diferente, nuevos amigos cada vez que siempre le han llenado un tiempo y, llegado el momento, siempre le han sobrado. Por eso cuando Jaime vuelve al pueblo sabemos que viene por poco tiempo aunque siempre haga ademán de quedarse, aunque siempre diga que viene a cumplir su promesa que nosotros ya no le exigimos que cumpla. Ya hemos entendido, y así aceptamos nuestra carga como Ulises aceptó con amor la condena de Telémaco, que Jaime es sólo un prófugo y nosotros tan sólo su refugio, su salvavidas. Un prófugo que no huye de la policía, ni de amores perturbadores, ni del aburguesamiento, ni tan siquiera de este maldito pueblo.

Un prófugo que huye, ahora sabemos que para siempre, tan sólo de sí mismo.

24 agosto 2005

6 A.M.

Llego a casa hecho un cristo. Tengo la cazadora y el pantalón llenos de hierba mojada, que es algo así como barro verde, o hierba marrón. O ambos mezclados, como la ropa de camuflaje. Y del aspecto de mi cara no creo que pueda decir nada mejor. La he visto reflejada en el
portal de casa y simplemente, me he dado pena. Parezco salido del video de Thriller. Seis de la mañana. El zombie vuelve a casa. Cambio.

Intento no hacer ruido para no despertar a mis padres, pero al abrir la puerta veo una luz en el salón y a mi padre sentado en la butaca, viendo los dibujos animados como cada día. El volumen es tal que seguro que mi madre y medio bloque más está disfrutando de “La Aldea del Arce”. Sin embargo, ella parece que sigue en el dormitorio. Seguro que el mero hecho de poder estar sola en la oscuridad ya es una recompensa para ella. Sobre todo si estás casada con un tipo que a raíz de un accidente está absolutamente obsesionado por una coneja que lleva un lazo rosa en la oreja.

Los médicos se explican que no duerma más que dos o tres horas diarias. Al parecer, la ostia que se metió con el camión le produjo una inflamación cerebral que dañó la zona que se encarga de regular el sueño. Hasta ahí de acuerdo. Sin embargo, no terminan de entender porqué se la va la olla tanto, y lo único que nos dicen es que es un trastorno psiquiátrico consecuencia del shock del accidente, pero que su cerebro es perfectamente normal salvo por lo del sueño. Y una polla. Mi padre según le da el punto te contesta como tu padre, como un compañero de la facultad o como la mismísima fallera mayor. Me pregunto con quién hablaré hoy, si es que me ve.

-Eh, hola papá-
-Hijo, desde luego llegas a unas horas…. Te pasas el fin de semana de juerga. Luego dirás que estás cansado para ir a biblioteca-
-Sí, papá-
-Estás hecho un golfo, jeje. Pero qué coño, al fin y al cabo si no lo haces ahora para cuándo lo vas a dejar. Anda, echa la ropa a la lavadora y acuéstate, que lo que le faltaba a tu madre era verte así. Ven, dame un beso-

Coño, hacía tiempo que no lo veía tan lúcido. Le doy un beso y le hago caso. Mi madre recién levantada no es que tenga mejor aspecto que yo, pero si me ve con esta facha no me va a decir nada. Directamente se va a ir a la cocina y se va a colgar de la campana extractora. Mientras me desnudo, pienso en Cuco, y le doy un toque al móvil para ver si está ya en casa. No me contesta, pero seguro que ya ha llegado y está ahora viendo una porno antes de ir a dormir, borracho y maltrecho. Los sábados son previsibles hasta en lo que hacemos al llegar a casa. Ya estoy en la cama metido cuando mi padre me llama, en voz baja primero, luego subiendo el tono progresivamente. Me cago en sus muertos y me levanto de nuevo.

-¿Qué quieres, papá?
-¿Oye, tu sabes dónde venderán un album de cromos de la aldea del arce?
-….-

Sonrío, le doy un beso y le digo que no se preocupe, que mañana mismo le pregunto al del kiosco dónde puedo encontrar uno. No puedo evitar descojonarme en mi cuarto. Mi padre está hecho polvo. O eso o simplemente está enamorado.

23 agosto 2005

BOYS DON´T CRY

Los chicos malos no lloran.
Sólo hacen cabronadas
En las calles, sólo beben
En los parques, fuman
Sólo hierba de la buena.

Las lágrimas las reservan,
inagotables, en la mirada.

NATURALEZA VIVA


Mi casa y mis cosas. Estáis invitados...

22 agosto 2005

BOTELLÓN

De repente me he despertado con mucho frío pero esperando ver el techo de mi cuarto. En lugar de eso sólo he visto tres farolas que me parecían tres soles de alguna película futurista y Venus, que creo que es ese punto brillante que apenas se distingue allá a lo lejos, jodidamente bella e inútil.

No puedo moverme demasiado, pero he girado el cuerpo y me he quedado de perfil. La postura no mejora el campo de visión. Sólo veo las botas militares de Cuco y su feo pantalón negro de siniestro de barrio. Lo llamo pero no responde. No veo su cabeza, pero supongo que está dormido tras las duras negociaciones que le han debido de llevar a firmar la rendición ante Baco y los triglicérdidos. Con sus ciento diez kilos y uno noventa y siete de altura parece una enorme ballena varada. Qué tío.

Procuro levantarme, la humedad me cala los huesos y de repente me ha entrado una tonta pulcritud que me lleva a soñar con llegar limpio a casa. Me apoyo en un brazo y consigo levantarme. Bien, todo controlado. Cuco gruñe algo y el resto parece que se ha ido ya a casa o a seguir la fiesta en algún bar del centro. Hemos de haber sido las dos primeras bajas del grupo. Heridos de guerra que vuelven al hogar licenciados, como en Vietnam.

Y es que el parque parece un campo de batalla. Botellas, colillas de cigarros, bolsas que tuvieron hielo y algunos cuerpos esparcidos que son esquivados por la carroña alcohólica, dos o tres viejos que buscan botellas de whisky y vierten los restos en una de coca-cola, ajenos al resto del planeta tierra. Sólo faltan algunas chicas llorando las muertes de sus prometidos y quizás sobran aquellos dos que están follando al lado de la papelera. Pese a todo, la escena se me antoja de una lírica apabullante...

...Hasta se me ocurre un poema. Pero caigo en que a estas horas todo se me antoja poético, y desisto de la idea de escribirlo cuando llegue a casa. Cuco, soñando o delirando no para de decir: Te quiero, te quiero, te quiero. Y lo dejo allí solo y feliz, varado en la madrugada.

21 agosto 2005

PULGAS

Escuela de St. Sophiè, Castillo de Lommenshire. 8:45 a.m. Despacho del Director.

--Sr. Hopkins, ya sabe usted que ciertos autores no están permitidos en las clases de literatura. Entiendo que a usted particularmente le encanten Auster, Lorca o Salinger, pero comprenderá que no se ajusten al concepto de educación de élite para la élite que proponemos a los padres de nuestros alumnos.

¿Sabe cuánto salta una pulga, Sr. Hopkins? Más de medio metro. Eso equivaldría a un salto humano de cuarenta y cinco metros. ¿Sería maravilloso poder saltar así, no cree? El único inconveniente es que la masa de la pulga es tan pequeña que le permite realizar y sobrevivir a ese salto, mientras que para un hombre, aun en el caso de que su masa le permitiera realizarlo, la caída posterior sería mortal de necesidad. Equivaldría a una caída libre desde un edificio de cinco plantas. La muerte, c´est fini.

De pequeño me gustaba adiestrar pulgas, ¿lo sabía?. La pulga sabe instintivamente que puede realizar esos grandiosos saltos, tiene la percepción de que no le van a producir daño alguno. Y por eso los realiza sin dudarlo. Pero, fíjese qué curioso, si usted la ubica siquiera dos semanas en un bote de cristal, los golpes con la tapa del recipiente pronto le enseñan a que debe reducir su salto para no herirse, de tal manera que, trascurrido ese tiempo, nunca jamás será capaz de recuperar su capacidad de salto. Con o sin recipiente, la pulga sólo saltará apenas unos centímetros, para siempre. Pierde su encanto, pero si fuera un ser humano evitaría al menos darse de bruces con el asfalto.

Sí, profesor Hopkins, no me mire de esa manera: Eso hacemos en esta escuela, eliminar el instinto suicida de nuestros hijos, evitar que consideren que pueden saltar más que lo de la sociedad les va a permitir. Entran en estos muros más libres, jamás discutiré eso, pero más vulnerables. No saben medir sus saltos, permítame seguir la metáfora, y muchos de ellos, Dios lo sabe, si no estuvieran en esta institución acabarían destrozados por la bohemia o la falta de practicidad ante la vida (sólo tiene que observar otros centros públicos de la comarca). Nosotros a nuestros chicos les colocamos el bote y, aunque los golpes con la tapa también nos duelen a los profesores, sabemos que cuando salgan podrán alcanzar lo que quieran dentro las normas del mundo que vivimos. Saltarán lo justo y lo necesario para una exitosa supervivencia.

Ciertos libros, profesor Hopkins, nos obstaculizan esa tarea. Le meten a los chicos ideas que son incapaces de asimilar con madurez, les hacen pensar que pueden saltar cuarenta y cinco metros y sobrevivir a la caída. Por eso le ruego no vuelva a mencionarlos en sus clases. Cíñase a la programación o, en caso contrario, tendremos que pensar seriamente en ponerle un bote a usted también, jajaja. ¿Desea un café en el refectorio? Vamos, invito yo--.

16 agosto 2005

FINIS GLORIAE MVNDI

La última vez que vieron a Mikonos Zvenenackis fue en un bar sórdido del puerto, borracho de ron y calor, tratando de magrear a cualquier cosa que se encontrara a alcance de sus manos calludas y cantando a gritos, como si estuviera en un partido de fútbol, una antigua canción griega sobre la levedad del mundo y el ansiado fin de las vanalidades mundanas, la típica canción de viejas plañideras y timoratas de la isla. Era Noviembre y la mar estaba en calma.

Junto a él, aunque sin hacerle compañía, estaba un decrépito marinero del que era imposible distinguir cara de arrugas. Miraba de soslayo el reloj con cansina burocracia y de vez en cuando tarareaba un poco la canción de Mikonos como haciendo coros de circunstancia. Cuando éste terminó, sin dejarle apenas disfrutar de algunos tristes aplausos que emergieron de los rincones del bar, dicen que el viejo le hizo una señal a Mikonos y que éste pareció recuperar de repente una sobriedad abotargada, de cámara lenta. Sacó la cartera del bolsillo, pagó la cuenta dejando una desorbitada propina, escupió al suelo y salió del bar acompañado por el viejo en dirección a una dársena, donde apenas se mantenía una pequeña barca llena de lapas y ostiones. A ella subieron los dos hombres, y mientras Mikonos se acomodaba en la popa, el viejo desataba los nudos de amarre y comenzaba a remar con decisión rumbo al horizonte, donde ambos se perdieron para siempre. Dicen los que me lo contaron que siembre recordarán el nombre de la barca.
Caronte

04 agosto 2005

EL HOMBRE SIN SUEÑOS.

Antes me permitía tener muchos sueños. No era consciente del peligro, así que desde pequeño los iba recogiendo de las calles y guardándolos en un cajón a espera de que crecieran. No discriminaba: El sueño de ser médico cabía junto al de ser bombero, el de ser rico junto al de ser bohemio, el de pisar la luna con el de ser vulcanólogo. Así, al cabo de los años, tenía tantos sueños que extendidos podrían haber dado la vuelta al mundo. Pensé incluso en hacer un museo con ellos.

Ignoraba sin embargo los problemas que me iban acarreando en el día a día. En primer lugar, la falta de espacio. Por mucho que uno quiera y por poco espacio que parece que ocupan en un principio, si se tienen tantos sueños como tenía yo por entonces, habría hecho falta un palacio para poder vivir junto a ellos sin estrecheces. Y ese no era mi caso. En un principio dediqué una habitación entera para ellos, pero finalmente fueron colándose en mi dormitorio, en el salón y hasta en el plato de la ducha. Probé varias fórmulas de almacenamiento, pero al fin la que se declaró más sencilla fue reducir el mobiliario a lo imprescindible: Dos sillas, la cama, una mesa y dos cajas para el resto de mis cosas, lo que constituía un problema cuando venían visitas, ya que tropezaban continuamente y tenían que sentarse en el suelo.

Otro de los problemas, a la postre el que acabaría con mi trabajo y mis relaciones sociales, era la inoportuna costumbre de despertarme en plena noche con sus manías, como la del miedo a la oscuridad. Traté de enseñarles a dormir por ellos mismos, incluso les dejaba una luz encendida para que pudiesen conciliar el sueño. Pero fue inútil. Al final, terminaba levantándome en plena madrugada para acurrucarlos en mi regazo hasta el amanecer, cuando tenía que marcharme a trabajar. Tal eran sus llantos y lamentos implorándome compañía, que al final tuve que dejar mi empleo. Ni que decir tiene que poco después fue mi novia la que se enceló de ellos y me abandonó. Lloré algunos días, pero luego su ausencia se me reveló práctica y dejé de llorar.

Y es que crearon en mí una insaciable dependencia, tal que no era consciente de lo que sucedía a mi alrededor. Salía lo imprescindible de mi casa a comprar lo básico: Pan, leche, comida en lata. Y a la vuelta siempre volvía con algún otro sueño que me había encontrado malherido en la calle, desechado probablemente al amanecer por alguien harto de su quisquilloso existir, lo cual agravaba la convivencia. Eso sí, tenía momentos maravillosos junto a ellos: Los colocaba en la mesa, les rogaba que no se movieran y los observaba durante toda la tarde como un becario de ciencias, ojeroso y hambriento. Por desgracia, al tiempo tampoco pude dedicarme a estar con ellos en casa, pues una mañana el dueño del piso llegó un cerrajero y, sin derrochar palabras, me echó a la calle con mis sueños y mi desgracia. Acabé durmiendo en portales de casas abandonadas.

De día, pedía junto a ellos en alguna iglesia, o a la salida de un restaurante. Al anochecer, los recogía y los transportaba con grandes esfuerzos hasta algún rellano donde pasar otra noche sin fin-. Los viejos murmuraban al pasar a mi lado - pobre chico, todavía no ha comprendido nada –. Pero al poco el hambre el frío y la inanición se encargaron de enseñarme que todo se reducía ya a una mera cuestión de supervivencia: O mis sueños o yo.

La decisión la tomé un día en el que la lluvia calaba y los sueños dormían tiritando bajo mi abrigo. La tos me impedía respirar, y decidí liberarme de ellos, poner fin a aquella relación enfermiza. Los arrastré sin misericordia hasta un contenedor de basura y allí, a un lado, los dejé abandonados por si alguien los quería, a mí me traía sin cuidado ya su destino. Y me alejé con pasos rápidos tapándome los oídos para no escuchar su llanto, para no sucumbir de nuevo a la belleza de su azul brillante bajo la lluvia. Unos pasos después la intranquilidad me hizo volver para ver como estaban, y me quedé más tranquilo al ver que unos niños los habían descubierto y hacían acopio de lo que podían. No sabían de su peligro, de que algún día se arrepentirían como yo lo hice de recogerlos. Pero yo no hice por advertirles. Pensé que cada uno debe tener su tiempo para el error y además, bastante tenía yo con intentar recuperar mi vida.

Poco a poco me voy desenganchando. Procuro no leer más que los periódicos, no ver películas interesantes, no escuchar determinada música. Y si alguien me habla de sus sueños le ruego que se calle, que soy un enfermo rehabilitado y puedo volver a recaer. Está siendo duro. Aún me conmueve cuando los veo harapientos en las calles, buscando un nuevo protector. Pero les vuelvo la cara y me digo que no los necesito. Que quiero ser por fin un hombre sin sueños. Que quiero ser alguien como tú.