20 julio 2005

JÚBILO

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Qué ganas tengo de jubilarme.... (anónimo)
Eso pensó Francis Guerra. Que al jubilarse, Sancho López había dejado el cerebro en la empresa. Pasó a verlo a eso de las nueve. Después de la muerte de Irene, Sancho había dejado de pasarse por la oficina a saludar a los compañeros, como hacía cada día. Cuando dejó de aparecer, con su chándal y su periódico, continuamente alegando lo feliz que se encontraba pero continuamente atento a todo lo que se cocía en el negocio, el jefe y todos los empleados sintieron un gran alivio, pues cada vez soportaban peor las continuas interrupciones del abuelo. Sin embargo, Francis Guerra presagiaba que algo malo había ocurrido.

Después de tres semanas sin ser visto en la calle, sin contestar a sus llamadas y sin aparecer registrado en hospitales y tanatorios, Francis decidió ir a casa de Sancho. Aunque le asustaba la idea de encontrar algo espantoso, el chico no podía dejar de pensar en aquel pobre hombre que lloró cuando dejó la empresa; y cuando salió del trabajo se dirigió hacia la casa del jubilado, situada en un moderno y algo lúgubre complejo de unifamiliares.

Llamó al timbre. Como en las películas, Francis se imaginaba ya saltando la verja, derribando la puerta y explicando en los informativos cómo había encontrado el cadáver. Sin embargo, antes de lo que hubiera sido habitual en cualquier casa, la voz de Sancho respondió: ¿Sí?

- Eh, Sancho, soy yo, el Francis –
- ¿Qué Francis?-
- Francis Guerra, el analista de ventas-
- ¡Coño, Francis, qué sorpresa, pasa pasa! -

Y abrió la cancela. Caminando hacia la entrada por el jardín, Francis se sintió ridículo. Sin duda, Sancho estaría jodido por lo de su mujer y habría ido a pasar unos días con algún familiar lejano. O quizás simplemente se habría cansado de pasar por la oficina y aguantar indirectas de sus compañeros, de contestar llamadas del trabajo. Sonriendo satisfecho, Francis pensó que siempre había sido un poco alarmista. Pero al abrir la puerta, se percató de que algo no marchaba bien. Sancho lo recibió de corbata, la misma corbata de los últimos veinte años, la misma corbata que no era la corbata de los domingos.

- Pasa, Francis, pasa. No veas lo ocupado que he estado estas semanas. Todavía lo tengo todo desordenado, pero está quedando genial. Ahora verás. Al no estar la pobre Irene tengo más espacio y al final creo que pondré dos o tres mesas más.

Mesas. Sillas. Ordenadores. Cajoneras, Archivadores, folios, impresoras, calendarios. Botes con lápices y bolígrafos, fotocopiadora, plantas artificiales, hilo musical: Sancho había montado una oficina en su casa exactamente igual a la de la empresa. Y lo que era peor, encima de cada mesa había colocado placas con los nombres de sus antiguos compañeros: Javier Méndez, Atención al Cliente. Purificación Gómez, Comercial. Elena Gardel, Proveedores. Rulfo García, Clientes. Y junto a la de Sancho López, Administración, la suya propia: Francisco Guerra, Analista de ventas.

- Arriba está un despacho para el jefe, pero a la becaria creo la pondré en el garaje. Digo yo que tendré que dormir en algún lado, ¿no?

Y se rió a carcajadas. Francis Guerra esbozó la sonrisa más natural que pudo y pensó, mientras asentía escuchando el eco de las risotadas y repasaba cada uno de los detalles de aquella oficina fantasmagórica, que sin duda Sancho, aquel pobre hombre al que la vida sólo le había dejado el recuerdo de su asfixiante trabajo, se había dejado el cerebro en la oficina el último día de trabajo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ciertamente para mucha gente la jubilación representa el final de la vida y conozco casos de algunos que murieron poco después de su jubilación.
A veces el trabajo llena la vida de algunas personas que no tienen otra fuente de distracción, hasta tal punto que su vida es su trabajo.
Saludos
José Sans

el que deambula dijo...

Tienes toda la razón. Es dramático a la par que patético. Cuanto más se quiebran las relaciones familiares y sociales de mucha gente, más se centran en el trabajo (con sus normas, su jerarquía, su previsible devenir) como medio de huída de la realidad tan caótica, de tal manera que al cabo de los años, normalmente al jubilarse, descubren que la felicidad la encontraron en un ascenso y un diploma. Un abrazo y gracias por comentar. Ángel Carrión.