26 enero 2005

HÉCTOR

Hoy, en el parque, mientras Héctor echaba de comer a las palomas miguitas de pan, absorto y feliz, he tenido miedo a perderle. Ya hace un año que llegó a mi vida, como siempre llegan los huérfanos ya mayorcitos, la mirada gacha, el hablar escaso y, sin embargo, ojos de quien busca amor desesperadamente. Los primeros días se levantaba muy temprano y esperaba arreglado en la salita, con la tele apagada y sentado en una silla, como si el privilegio del sofá aún no le perteneciera. Luego bebía el café a sorbos muy cortos y mojando las galletas con delicadeza, dócil y vigilante, creo que temiendo que me arrepintiera y lo devolviera de nuevo al frío comedor de la casa de acogida, al desayuno programado, al cómete el bollo bébete el café y no llenes el suelo de migas, joder, que ya no eres un niño. Luego se limpiaba con la servilleta, la doblaba como si fuera una bandera, recogía las migas sueltas y se llevaba todo a la cocina, donde apenas me dejaba ayudarle a secar los platos lavados torpemente, platos que después yo tenía que volver a enjuagar mientras él dormía la siesta.

Eran esos primeros días un continuo ejercicio de observación mutua, días a cámara lenta. Y yo tuve la suerte de comprender desde el principio que tenía que dejarlo estar, observar las habitaciones, hacer pequeñas concesiones a ese autoimpuesto comportamiento de fantasma, hierático y silencioso. Y observaba feliz cómo iba conquistando su nueva casa, como un día apareció vestido de domingo y sentado en el sofá. Cómo después de desayunar me preguntó si podía acompañarle a dar un paseo por el parque, cómo cogía el sombrero, la bufanda y me tomaba por el brazo. Fue nuestro primer paseo, el primero en el que ví su cara de bobo viendo comer a las palomas, el primero de todo un año de paseos con la sola interrupción de aquellas dos semanas en las que caí enferma con las fiebres.

Fue apenas en la segunda semana de acogida. Volvíamos del parque mirando la ciudad vertiginosa, caminando despacio seguidos por el silencio, cuando yo empecé a encontrarme mal, llegando a casa con una fiebre tan alta que el Dr. Cifuentes tuvo que pasar aquella noche cuidando de Héctor y de mí, consciente de la delicada situación. Esas dos semanas, salvo la noche en la que Jesús Cifuentes, amigo de toda la vida, se quedó junto a nosotros, Héctor tuvo que asumir el mando de nuestra recién estrenada convivencia. Recibía al doctor cada mañana con el café hecho y una copa de aguardiente, y tras la inyección antibiótica, momento en el que Héctor aprovechaba para comprar el periódico, les escuchaba a ambos desayunar hablando en voz baja sobre mi estado, la voz de Héctor cobrando fuerza, voz que sin ver su imagen desgarbada bien sería la de un apuesto padre de familia. Luego de empezar a bajar la fiebre, apenas media hora después de cada inyección, Héctor me traía el desayuno y, mientras leía el periódico en voz alta, hacía largas pausas para regalarme retazos de su vida maquillados de una felicidad escasa. Aunque yo gozaba de algunas horas de franca recuperación, cinco o seis horas al día en las que el potente medicamento lograba apaciguar la fiebre, nunca dejó en ese tiempo que le ayudara a las tareas de la casa, realizadas por él de una forma imprecisa, caótica en el orden y las horas, pero siempre meticulosa. Fueron las dos semanas en las que “hijo” y “madre” se cambiaron los roles, uniéndonos en la misteriosa fortaleza de quienes no conociéndose apenas ya se saben parte de una misma unidad.

Por eso ahora le observo con miedo a perderle, absorto y feliz echando migas de pan a las palomas. Nunca pensé que alguien con tanto dolor en la mirada, con tanta falta de memoria de lo feliz, pudiera darme tanto amor en el silencio, en la vida monótonamente apacible, en la entrega natural de quien no sabe hacer otra cosa que querer dar las gracias a quien no las merece, pues él ha sido el que me ha salvado de la soledad autosuficiente de mi egoísmo. Cuando apenas queden hojas en el parque, en este octubre dorado de luz mate y frío resignado, Héctor cumplirá ochenta y seis años. Esa es la razón por la que le observo reteniendo cada momento, grabando en la memoria cada instante tranquilo junto a mi niño viejo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Rather disputable.